Lo íntimo y ajeno de nuestra presencia en la Tierra

Lo íntimo y ajeno de nuestra presencia en la Tierra

Último libro del poeta salteño Leopoldo Castilla

16 Julio 2017

POESÍA

NGORONGORO

LEOPOLDO CASTILLA

(Nudista - Salta) 

La lucha filial, encarnizada o silenciosa, se proyecta en el tiempo, como si los padres fuesen un obstáculo, una sombra sin cuerpo. No es el caso de Leopoldo Castilla; iguala en talento a su padre (Manuel J. Castilla) y, hace de su sombra un árbol frondoso en el desierto.

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Quien se acerca a los mitos se acerca a la sabiduría, y desde allí, sólo los poetas caminan la oscuridad del vértigo del caracol. Puede tratarse de la puna o de la sabana del África, del entierro de la Pachamama o de un negro senegalés que busca el horizonte con su bastón blanco, con los ojos blancos.

La condición del hombre y sus penas son las mismas, vaya donde se vaya. Atahualpa Yupanqui dejó una cicatriz, de esas que duelen con la humedad el resto de la vida, y Leopoldo Castilla la hizo suya encarnada en paisaje. El paisaje del alma es el que está hecho de nostalgias y sueños, de miedos y aspiraciones, de escenas vividas y escenas presentidas, pensaba Verlaine. Todas esas sensaciones vibran en el libro Ngorongoro del gran poeta salteño Leopoldo Castilla, editado recientemente por la editorial Nudista.

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Un libro siempre hace un camino, por lo general pedregoso, y cuando el poeta lo está terminando, el libro reemplaza al hombre quien se va borrando de a poquito.

En ese largo camino por paisajes africanos, Castilla recorre rituales, fiestas vudús, una circuncisión, serpientes que visitan las casas de los hombres, cortejos fúnebres bajo el estruendo y la algarabía de sus deudos. Porque el paisaje no es naturaleza sino cultura proyectada en el mercado de los fetiches, en las lápidas de sal de Timbuctú y en la danza de los hombres y sus difuntos. Una vez al año, los vivos desentierran a sus muertos en Madagascar, les lavan sus huesos y los sientan para que beban y coman. Terminada la fiesta, ellos regresan más jóvenes a sus lechos de tierra y nosotros continuamos la vida, aunque más viejos.

Ngorongoro no es un libro más; es un sitio en el medio del desierto, alumbrado de luna y de un fueguito hecho de leña seca; deviene un amigo entibiando la osamenta, nos hace conscientes de nuestro nomadismo, de lo íntimo y ajeno de nuestra presencia en la tierra.

© LA GACETA

Marcos Rosenzvaig

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