Estados Unidos, un país de inmigrantes

Estados Unidos, un país de inmigrantes

Por Nicholas Kristoff / The New York Times.

31 Enero 2017
Este periódico, para su vergüenza, ha sucumbido en ocasiones a las tácticas de miedo xenofóbicas como las que ahora el presidente Donald Trump quiere que sean parte de la política estadounidense.

En 1875, The Times advirtió seriamente que el exceso de inmigrantes irlandeses y alemanes (como la familia Trump) podrían “privar a los estadounidenses de nacimiento y ascendencia de lo poco que aún tienen” en la ciudad de Nueva York.

En 1941, The Times advirtió en un artículo de primera plana que los judíos europeos que desesperadamente trataban de conseguir la visa estadounidense podían ser espías de los nazis. En 1942, cuando estaban internando a los japoneses-estadounidenses, The Times alegremente dio a entender que los detenidos estaban por emprender una feliz “aventura”.

Tomamos malas decisiones cuando tememos a los inmigrantes, a los que vemos como “el otro”. Es por eso que los estadounidenses quemaron vivos a irlandeses católicos, prohibieron la entrada de los chinos por muchos años, le negaron la visa a la familia de Anna Frank e internaron en campos a los japoneses-estadounidenses. Y sí, The New York Times participó en algunas de esas locuras. Pero no será parte de la locura actual.

El viernes, Trump firmó una orden ejecutiva que suspende los programas de refugiados y afecta expresamente a los musulmanes de ciertos países. Es hipócrita que Trump ahora sea la encarnación de la hostilidad hacia los inmigrantes, cuando su propia familia fue víctima del sentimiento anti-germánico y se hizo pasar por sueca. Pero estoy indignado por otras razones, que les diré a su tiempo.

Kirk W. Johnson, ex oficial estadounidense en Irak, teme que la orden ejecutiva excluya a los intérpretes militares que han derramado su sangre su por Estados Unidos a quienes se les ha prometido la entrada. Me contó la historia de uno de ellos, a quien llamaban Homeboy. Él corrió bajo el fuego enemigo para rescatar a un soldado estadounidense y, después, él mismo recibió un balazo. Homeboy apenas sobrevivió pero perdió una pierna. Y después, cuando estaba en recuperación, insurgentes enojados con él por ayudar a los estadounidenses le lanzaron una granada a su casa.

Después de años de exámenes, a Homeboy le aprobaron la visa para los intérpretes que habían ayudado a Estados Unidos. ¿Trump realmente quiere traicionar a esas personas, que han arriesgado por Estados Unidos más de lo que ha arriesgado Trump en toda su vida?

Empero, si el miedo y el olvido nos han hecho atacar periódicamente a los refugiados, hay también otro hilo que recorre la historia de Estados Unidos. Y se refleja en la bienvenida que recibió alguien a quien yo admiro profundamente: Wladyslaw Krzysztofowicz. Y sí, esta vez es personal.

Nacido en lo que entonces era Rumania y ahora es Ucrania, Krzysztofowicz fue encarcelado por la Gestapo por ayudar a un espía antinazi a escapar a Occidente. Su tía fue asesinada en Auschwitz por los mismos motivos, pero él fue liberado gracias a un soborno. Cuando estaba llegando a su fin la segunda guerra mundial, él huyó de su país cuando estaba por caer en manos de los soviéticos.

Después de estar preso en un campo de concentración en Yugoslavia, logró llegar a Italia y después a Francia. Pero no pudo conseguir permiso de trabajo y pensó que ni él ni sus hijos llegarían a ser aceptados plenamente en Francia.

Así que empezó a soñar con irse a Estados Unidos, país que había oído que estaba abierto a todos. Exploró la posibilidad de un matrimonio por conveniencia con una estadounidense para conseguir la visa, pero el plan no resultó. Finalmente, conoció a una mujer que trabajaba en París y que convenció a su familia de Portland, Oregón, de que lo patrocinara, así como a su iglesia, la Primera Iglesia Presbiteriana de Portland.

De pie en la cubierta del barco Marseille, Krzysztofowicz se acercaba el puerto de Nueva York en 1952 cuando una mujer de pelo blanco de Boston platicó con él y mencionó el famoso poema de la estatua de la Libertad: “Dadme vuestras masas cansadas, pobres y amontonadas, ansiosas de respirar libres …” Krzysztofowicz hablaba poco inglés y no entendió, así que ella las puso por escrito y le entregó el papel, diciéndole: “Consérvelo de recuerdo, joven.” Después, al alejarse, ella se corrigió: “joven estadounidense”. Krzysztofowicz conservó ese trozo de papel y se maravilló de que él –un refugiado que repetidamente se había enfrentado a la muerte en su madre patria porque le decían que ese no era su lugar– de algún modo contara como estadounidense aun antes de pisar el suelo del país, aun antes de aprender inglés. Fue una sensación de inclusión que lo maravilló, que avivó un amor por Estados Unidos que le trasmitió a su hijo. Esa corriente de hospitalidad representa lo mejor de este país. La iglesia patrocinó a Krzysztofowicz aunque él no era presbiteriano, aunque él era un europeo del este en una época en la que el bloque comunista representaba una amenaza existencial contra Estados Unidos. Él hubiera podido ser espía o terrorista. Pero no lo era. Después de llegar a Oregón decidió que el nombre de Krzysztofowicz era imposible para los estadounidenses, así que lo acortó a Kristof. Él era mi papá. Hace poco estuve en la Primera Iglesia Presbiteriana para agradecerle a la congregación que se hubiera arriesgado a patrocinar a mi padre, que murió en 2010. Y la iglesia, me complace decirlo, está actuando para apoyar a una familia de refugiados este año. Señor presidente, por favor recuerde que este es un país construido por refugiados e inmigrantes, como sus ancestros y los míos. Cuando los excluimos y vilipendiamos, estamos deshonrando a nuestras propias raíces.

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