Lo que le faltaba a Venezuela: el avance de la malaria

La enfermedad estaba prácticamente erradicada pero volvió con fuerza, aunque el Gobierno lo niega y no entrega estadísticas. Por Nicholas Casey - The New York Times

ES EN VANO. Los pacientes abarrotan las salas de espera de los dispensarios y centros asistenciales, pero nos hay remedios para suministrarles.  foto de  Meridith Kohut para The New York Times ES EN VANO. Los pacientes abarrotan las salas de espera de los dispensarios y centros asistenciales, pero nos hay remedios para suministrarles. foto de Meridith Kohut para The New York Times
21 Agosto 2016
Afectado por la malaria, Reinaldo Balocha no podía darse el lujo de descansar. Con la fiebre aún sacudiéndole el cuerpo, arrojó un pico sobre su hombro y regresó a trabajar, aplastando piedras en una mina ilegal de oro. Como técnico en informática de una gran ciudad, Balocha no estaba preparado para las minas. Sus manos se habían acostumbrado a los teclados, no la tierra. Sin embargo, la economía venezolana colapsó en tantos niveles que la inflación había borrado por completo su salario, a la par de sus esperanzas de conservar una vida de clase media.

Como decenas de miles de compatriotas, Balocha llegó a las minas abiertas y pantanosas diseminadas por la selva en busca de un futuro. Meseros, oficinistas, choferes de taxi, graduados universitarios e incluso empleados públicos de vacaciones se dedican a buscar oro para el mercado negro. Todo bajo los atentos ojos de un grupo armado que los amenaza con atarlos a postes si desobedecen.

Es una sociedad puesta de cabeza, un lugar en el cual personas educadas abandonan lo que solían ser empleos cómodos en la ciudad a cambio de trabajo peligroso y agotador en lodosas fosas, desesperados por llegar a fin de mes. Y hay un alto precio extra: la malaria o el paludismo, que eran casi un mal recuerdo, volvieron con toda la fuerza.

Un cambio total

Venezuela fue la primera nación que recibió la certificación de la Organización Mundial de Salud por erradicar la malaria en sus áreas más pobladas. Lo logró en 1961, antes que Estados Unidos y que otros países en desarrollo.

Fue una gran victoria para una pequeña nación, que en esa época se consolidaba como potencia petrolera. Desde entonces, la malaria fue extinguiéndose en los cinco continentes. Pero en Venezuela el reloj está corriendo al revés.

La agitación económica del país ha traído de vuelta la malaria, extendiendo la enfermedad fuera de las remotas áreas selváticas donde había persistido en silencio y la extendió a niveles que no se veían en Venezuela desde hace 75 años, según afirman expertos médicos.

El origen del mal

Todo empieza en las minas. Con la economía en jirones, al menos 70.000 personas -con todo tipo de antecedentes- confluyeron en la región minera durante el año pasado. La estimación es de Jorge Moreno, prominente experto en mosquitos en Venezuela. Mientras buscan oro en fosas acuosas, el terreno perfecto para los mosquitos que propagan la enfermedad, ellos están infectándose de malaria por decenas de miles.

Después, con la enfermedad en la sangre, regresan a casa en las ciudades venezolanas. Pero, debido al colapso económico, a menudo no hay remedios. Los mosquitos también se esparcen, debido a que no se fumiga, y por eso la malaria va dejando poblados enteros desesperados por ayuda.

El drama de cerca

Una vez fuera de las minas, la malaria se propaga rápidamente. A cinco horas de Ciudad Guayana, oxidada ex urbe industrial donde muchos ahora están desempleados y han empezado a dedicarse a buscar en las minas, un grupo de 300 personas saturaba la sala de espera de una clínica. Todos tenían síntomas de la enfermedad: fiebre, escalofríos y temblores incontrolables.

No había luces porque el Gobierno había cortado el suministro para ahorrar electricidad. No había medicinas porque el Ministerio de Salud no las había entregado. Los enfermeros administraron pruebas de sangre con las manos desnudas porque no tenían guantes.

Maribel Supero aferró a su hijo de 23 años mientras él temblaba, incapaz de hablar. José Castro sostenía a su hija de 18 meses mientras ella gritaba. Griselda Bello, empleada de la clínica, agitaba las manos con impotencia y les pedía a los pacientes que esperara un poco más.

Las píldoras se habían acabado. No había nada más que Griselda pudiera hacer. “Regrese mañana a las 10 de la mañana”, le dijo a un enfermo. “Dios mío -dijo el paciente-. Alguien pudiera morir para ese momento”. “Así es”, se limitó a responder ella.

Una mancha venenosa

En el cercano poblado de Pozo Verde, algunos residentes sostienen que la malaria había arrasado la zona después de que los mineros empezaron a regresar a casa enfermos. Los fumigadores del Gobierno, informaron los vecinos, están desaparecidos desde hace dos años. La escuela se ha convertido en una incubadora del mal: una cuarta parte de los 400 estudiantes ha contraído malaria desde noviembre de 2015.

“Pensé que haríamos algo; un cordón, una cuarentena”, reveló Arébalo Enríquez, director de la escuela, quien contrajo malaria, así como su esposa, su madre y otros siete familiares cercanos.

Oficialmente, la propagación de malaria en Venezuela se ha convertido en secreto de Estado. El Gobierno no publicó informes epidemiológicos sobre la enfermedad durante el año pasado, y dice que no hay crisis alguna.

Sin embargo, las cifras internas más recientes, obtenidas por The New York Times de médicos venezolanos involucrados en el tema, confirman un repunte en marcha. En los primeros seis meses del año, los casos de malaria subieron 72%, hasta un total de 125.000.

La enfermedad está presente en más de la mitad de los 23 estados (provincias). Además, entre las variedades presentes figura la Plasmodium falciparum, el parásito que causa la forma más letal.

Protagonistas

“Es una situación de vergüenza nacional”, dijo el Dr. José Oletta, ex ministro venezolano de Salud que vive en Caracas, donde los casos de malaria también están apareciendo. “Estuve viendo este tipo de cosas cuando fui estudiante de Medicina hace medio siglo. Me duele. La enfermedad había desaparecido”, enfatizó.

Josué Guevara, de 20 años, dejó sus estudios universitarios de Ingeniería industrial en noviembre pasado. Alguna vez se visualizó como gerente en la empresa paraestatal de aluminio. “Ahora tengo otros objetivos”, dijo Guevara, parado en el extremo de las minas Cuatro Muertos, donde vive y trabaja actualmente. Usando gasolina y otros químicos para extraer oro, Guevara ganó 500.000 bolívares -alrededor de 500 dólares al tipo de cambio del mercado negro-, alrededor de 33 veces el salario mínimo del país, durante una racha de dos semanas. Pero cuando enfermó de malaria esta primavera, hizo lo que hacen muchos mineros: regresó a su pueblo natal para recuperarse, llevando la enfermedad con él. “Todo tiene sus riesgos”, dijo.

Del otro lado de la vasta fosa, Pedro Pérez, de 38 años, estaba sentado en una estructura hecha de tres postes y una lona, donde duerme con otros 10 mineros. En marzo dio positivo de malaria y cayó enfermo. Se marchó entonces a Ciudad Bolívar, donde su madre, con el tiempo, también se contagió de malaria.

Amenazas.... y sueños

Gustavo Bretas, experto brasileño en malaria, cuenta que en otros tiempos Venezuela entrenaba a expertos en prevención de malaria. La incapacidad del país para contener su propio brote significa que ahora juega el papel opuesto: representa una amenaza para los vecinos, particularmente Brasil, donde de igual forma hay minas ilegales de oro.

Balocha, el ex técnico en computadoras que trabaja en la mina Albino, recordó la primera vez que cayó con malaria. “Los escalofríos eran como si estuvieras tendido entre dos bloques de hielo”, narró. Dice que sueña con volverse millonario y marcharse a Europa junto con alguna bonita venezolana. “En la mina, la felicidad es sólo temporal”, advirtió mirando al cielo.

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