Un tipo loco y, al mismo tiempo, el más sensato de los hombres

Un tipo loco y, al mismo tiempo, el más sensato de los hombres

Por Osvaldo Nieva - Periodista

20 Julio 2016
PUNTO DE VISTA
Un tipo loco, y al mismo tiempo, el más sensato de los hombres
OSVALDO NIEVA / PERIODISTA 
¿Quién no conocía a Octavio en LA GACETA? Ya que era un corresponsal de Concepción ad hoc, traía sus notas y primero se sentaba al lado de Roberto Espinosa y cuando terminaba con sus fantasías, se ponía a mi lado, como si el servidor no tuviera nada que hacer. Tenía la edad de mi viejo: 1927. Así que lo escuchaba casi como a un padre, sólo que tanta cordillera me complicaba el pensamiento.
Nunca me ofrecí a sus libros, lo confieso. Salvo un relato que me llamó, creo recordar que “Clodomiro”. No era un escritor para intelectuales, como yo me creía imbécilmente en esos momentos. En realidad lo conocí íntimamente en encuentros indigenistas en Humahuaca, Santa María, Amaicha. En esos sitios encontré al verdadero Octavio Cejas, aquel que hacía durar un almuerzo más de tres horas mientras comíamos habas, escuchaba y abundantemente hablaba. Y mientras lo llamaban a los gritos pues debía disertar, decía: “¡Ya voy, ya voy, estoy con un amigo!”
Tipo loco, y al mismo tiempo, el más sensato de los hombres. Insisto, no sé si era dueño de una gran escritura, pero era un hipnotista con su voz cadenciosa, entre catamarqueña y tucumana, de la que al final surgía a las carcajadas el fin del relato; o no. Te quedabas meditando en cómo terminaba, porque tenía ese don de los grandes narradores orales. Lo comprendés o te quedás en bolas, eso es problema tuyo.
Como mi bisabuelo fue arriero de mulas entre Chile y Bolivia, hijo de un sargento mayor de Felipe Varela, me explicó las desventuras de esa gente que vivía lidiando con la parca y a menudo perdía. No porque las hubiera leído sino porque las vivió y convivió a través en los últimos relatos con los antiguos que atravesó en su vida. Vivió en el monte y lo relataba, no como el autor costumbrista propio de Turgénev sino porque se le daba la gana, o no tenía más remedio.
Yo, relator, no tenía más derecho que callar ante tanta erudición casera, así que sólo lo escuchaba.
Octavio no podía dormir con la luz apagada. Así que -no recuerdo bien, han pasado casi 30 años, si fue en Amaicha o Humahuaca- en ensueños tiró sobre la lámpara una toalla para poder descansar. Y se prendió fuego. Todos corríamos acullá llamando a los bomberos, hasta que se apagó. Yo estaba desesperado, no podía respirar por la angustia.
Octavio, recuperado, me aferró del brazo y llevóme a la ventana del siniestro mientras yo tiritaba: “¿has visto un jardín del cielo más hermoso que este?” El jazmín seguía aferrado a las rejas de la ventana como si no le interesara el fuego, el ímpetu y las miserias humanas.
Ese día comprendí quién era Octavio Cejas...

¿Quién no conocía a Octavio en LA GACETA? Ya que era un corresponsal de Concepción ad hoc, traía sus notas y primero se sentaba al lado de Roberto Espinosa y cuando terminaba con sus fantasías, se ponía a mi lado, como si el servidor no tuviera nada que hacer. Tenía la edad de mi viejo: 1927. Así que lo escuchaba casi como a un padre, sólo que tanta cordillera me complicaba el pensamiento.

Nunca me ofrecí a sus libros, lo confieso. Salvo un relato que me llamó, creo recordar que “Clodomiro”. No era un escritor para intelectuales, como yo me creía imbécilmente en esos momentos. En realidad lo conocí íntimamente en encuentros indigenistas en Humahuaca, Santa María, Amaicha. En esos sitios encontré al verdadero Octavio Cejas, aquel que hacía durar un almuerzo más de tres horas mientras comíamos habas, escuchaba y abundantemente hablaba. Y mientras lo llamaban a los gritos pues debía disertar, decía: “¡Ya voy, ya voy, estoy con un amigo!”

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Tipo loco, y al mismo tiempo, el más sensato de los hombres. Insisto, no sé si era dueño de una gran escritura, pero era un hipnotista con su voz cadenciosa, entre catamarqueña y tucumana, de la que al final surgía a las carcajadas el fin del relato; o no. Te quedabas meditando en cómo terminaba, porque tenía ese don de los grandes narradores orales. Lo comprendés o te quedás en bolas, eso es problema tuyo.

Como mi bisabuelo fue arriero de mulas entre Chile y Bolivia, hijo de un sargento mayor de Felipe Varela, me explicó las desventuras de esa gente que vivía lidiando con la parca y a menudo perdía. No porque las hubiera leído sino porque las vivió y convivió a través en los últimos relatos con los antiguos que atravesó en su vida. Vivió en el monte y lo relataba, no como el autor costumbrista propio de Turgénev sino porque se le daba la gana, o no tenía más remedio.
Yo, relator, no tenía más derecho que callar ante tanta erudición casera, así que sólo lo escuchaba.

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Octavio no podía dormir con la luz apagada. Así que -no recuerdo bien, han pasado casi 30 años, si fue en Amaicha o Humahuaca- en ensueños tiró sobre la lámpara una toalla para poder descansar. Y se prendió fuego. Todos corríamos acullá llamando a los bomberos, hasta que se apagó. Yo estaba desesperado, no podía respirar por la angustia.

Octavio, recuperado, me aferró del brazo y llevóme a la ventana del siniestro mientras yo tiritaba: “¿has visto un jardín del cielo más hermoso que este?” El jazmín seguía aferrado a las rejas de la ventana como si no le interesara el fuego, el ímpetu y las miserias humanas.
Ese día comprendí quién era Octavio Cejas...

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