El padre Esquiú pasó por Tucumán

El padre Esquiú pasó por Tucumán

Algunas anécdotas locales recogieron los biógrafos del virtuoso sacerdote, que inauguró nuestra Catedral en 1856

- FRAY MAMERTO ESQUIÚ. Una de las dos fotografías que lo retratan, tomada en 1880 en Córdoba, el día en que asumió el obispado. LA GACETA / fFOTO DE ARCHIVO. - FRAY MAMERTO ESQUIÚ. Una de las dos fotografías que lo retratan, tomada en 1880 en Córdoba, el día en que asumió el obispado. LA GACETA / fFOTO DE ARCHIVO.
En varias oportunidades, el célEn En varias oportunidades, el célebre Fray Mamerto Esquiú estuvo en San Miguel de Tucumán. Hay quienes han rescatado brevemente esos momentos. Por ejemplo, en un recuerdo de niño, el doctor Ernesto Padilla cuenta que, a mitad de la hoy calle San Martín, frente a la plaza, estaba entonces el Hotel Colón, de don José Gamboni. Allí “paraba la mensajería que venía de Salta”. En un mediodía caluroso, vio “bajar a un franciscano que pasó cubierta la cabeza con un gran sombrero de alas anchas. Su nombre fue señalado a su paso: era el padre Esquiú.

Había pronunciado, en nuestra ciudad, el sermón de la inauguración de la Iglesia Matriz (hoy Catedral), el 20 de febrero de 1856. El futuro presidente Nicolás Avellaneda, entonces veinteañero, asistió a la ceremonia.

En la Matriz

Narra que Esquiú “apareció en el púlpito de la nueva iglesia y preguntó, comprimiendo los brazos sobre el pecho y con una voz cuyos acentos no hemos olvidado después de tantos años: ‘¿Qué es el templo?’ ‘¿Qué es la Patria?’.

Explicó “con magnificencia, el dogma cristiano de un Dios encerrado bajo formas visibles en el Tabernáculo -la solidaridad en el bien, en el dolor, en su destino inmortal, de las generaciones que vienen unas después de otras a postrarse bajo sus sagradas bóvedas- y volvió a resonar en sus labios el grito de patriotismo heroico que treinta años antes había sido arrojado en aquel mismo recinto, haciendo alborear los horizontes oscuros de medio mundo”…

El profesor Félix F. Avellaneda, autor de una biografía de Esquiú editada en 1917, añade algunos testimonios de esos días tucumanos. Al parecer, la gente de nuestra ciudad tenía en esa época cierta fama (con toda la relatividad del caso) de sofisticación y de cultura. Por eso una señora catamarqueña preguntó al padre cómo se “atrevía” a predicar en esa Catedral. Esquiú respondió: “Mi estimada señora, sólo Dios es grande y esa sola grandeza me aterra. La verdad de la fe debe decirse dónde quiera”.

La humildad

Cuenta también este biógrafo que, mientras Esquiú pronunciaba su sermón en Tucumán, la transpiración lo obligaba a secarse la cara con la manga de su hábito. Pensando que carecía de pañuelo, una de las señoras le acercó el suyo disimuladamente. Esquiú lo recibió con un gesto de cortesía, pero lo colocó a un lado, sin usarlo.

Comenta el autor que se secaba con la manga y descartaba el pañuelo, no por falta de cultura, sino por esa humildad que era característica de su vida; y que sin duda predicar en un acto tan solemne le resultó una mortificación, porque desdeñaba todo lo que significara vanidad.

Según la misma fuente, por esos días asistió a un oficio religioso en un colegio, y escuchó a un predicador que hablaba enfáticamente de los tormentos del infierno. Luego, en privado, Esquiú le dijo que hubiera preferido que hablase “de las misericordias del Señor”. El predicador quedó un tanto molesto y, cuando luego se cruzó con Esquiú, le dijo con sorna: “¿Cómo le va al reverendo padre de las misericordias?”. A lo que Esquiú respondió rápido, dándole la mano: “Esperando, mi señor, que usted las tenga conmigo”, réplica que dejó al otro desarmado.

Amigos y libros

Tanto eco tuvo su pieza oratoria de 1856, que el Gobierno de Tucumán la hizo editar en la Imprenta del Estado, en un folleto de 13 páginas del cual se conservan algunos raros ejemplares.

Por lo demás, Esquiú conocía a varios tucumanos desde su niñez. Había estudiado en la renombrada Aula de Latinidad que Fray Ramón de la Quintana dirigía en Catamarca. Allí concurrían, “desde Tucumán, Salustiano Zavalía, el doctor Alurralde, los presbíteros Colombres, los Alkaine, el padre Romero”… Varios sacerdotes del convento franciscano de Tucumán fueron sus discípulos, como fray Solano Cuello, según recuerda José R. Fierro.

Nicolás Avellaneda pudo entrar en la celda que ocupaba Esquiú en el convento franciscano de Tucumán. Alcanzó a ver los títulos de libros que tenía en su mesa. Eran “el volumen segundo de la ‘Filosofía fundamental’ de Balmes; el ‘Ensayo sobre el cristianismo y el liberalismo’, de Donoso Cortés; las ‘Matemáticas elementales’ del padre Justo García; la ‘Imitación de Cristo’, un tomo del ‘Diccionario de Agricultura’ de Rosier, que fue traducido al español durante el reinado de Carlos IV, y que hacía recordar que el padre había nacido en una familia de humildes labradores”.

Más anécdotas

Fierro también lo vio en Tucumán, en 1880. Un fraile amigo con quien conversaba en San Francisco, le preguntó de pronto: “¿Quiere conocer al padre Esquiú? Hoy ha llegado”, y se lo señaló. “El padre Esquiú se paseaba lentamente por el claustro, leyendo o rezando en un libro. Estaba de paso a Córdoba. Iba nada menos que a su consagración episcopal. Lo vi humilde, pero envuelto en la aureola de su fama; y es de adivinar cómo se había escrito y comentado de su persona en esos días. Lo observé de lejos y de cerca, pasando junto a él con el respeto consiguiente; aunque él no levantó su vista del libro ni se dio cuenta de las pasadas que le hice para verlo y admirarlo mejor. Sin embargo, su imagen se grabó indeleble en mi memoria”.

Añade que al día siguiente “a la hora de siesta, un fraile franciscano desconocido anduvo llamando la atención por mi barrio de calle Las Heras (hoy San Martín) y se lo creyó mendicante. Así fue la sorpresa de las personas que ‘le dispararon’, al saber luego que había sido el padre Esquiú, buscando al casa de una señora enferma que le había hecho rogar que llegase para que la confesara”.

Catamarca y Tarija

Nacido en Piedra Blanca, Catamarca, en 1826, a los tres años vistió ese hábito franciscano que ya no abandonaría jamás. Se formó, dijimos, en el aula del padre Quintana y en 1849 se ordenó sacerdote. Enseñaba en el convento y en el seminario catamarqueño, en 1853, cuando se sancionó la Constitución Nacional. Pronunció entonces su célebre sermón, donde exaltaba la nueva carta y llamaba a la unidad nacional. Sus palabras repercutieron en todo el país, editadas y distribuidas en las provincias.

Luego de inaugurar la Matriz de Tucumán, fue en Catamarca diputado provincial, constituyente, periodista. En 1862 decidió huir de la fama que había adquirido y “vestido de una jerga cenicienta, con el pie desnudo sobre la sandalia y con el bastón de viaje”, partió al convento boliviano de Tarija. Encerrado en su celda, sólo salía para enseñar en el seminario y para misionar en las reducciones indígenas. Leía a San Agustín y pensaba, feliz, que ya nadie se acordaba de él.

No al arzobispado

Pero en 1864 le ordenaron trasladarse a Sucre, para dictar Teología en el seminario de esa ciudad. Cuando se produjo en Roma la caída del poder temporal del Papa, entendió que debía defender su causa y fundó allí el periódico “El Cruzado”. Allí publicaría valientes y meditados artículos. Pero la soledad lo atraía con fuerza, y logró permiso para volver a Tarija y a su celda.

Allí estaba cuando el presidente Domingo Faustino Sarmiento eligió su nombre, en la terna para Arzobispo de Buenos Aires. Pidió quince días para meditar la respuesta. Escribe Nicolás Avellaneda que esa respuesta “fue negativa, y la redactó en un documento del que el doctor Rawson dijo que era necesario leerlo, volverlo a leer y guardarlo enseguida para tenerlo presente en ciertas ocasiones de la vida”.

Roma y Jerusalén

Tras esta renuncia, partió a misionar al Perú y al Ecuador. Volvió en 1875 a Catamarca. Aceptó ser convencional constituyente, y le tocó esclarecer, desde el púlpito, la posición de la Iglesia frente al Estado. En 1876 fue enviado a Europa. En Roma, el Papa Pío IX lo recibió dos veces. Al año siguiente, decidió visitar las tierras de Cristo. Llegó a Montevideo sin un peso, y le ofrecieron proveerlo de todo. “Sólo aceptó un pasaje de segunda clase en un buque para proseguir su viaje”, dice Nicolás Avellaneda.

Arribó a Jerusalén, visitó los lugares santos y aceptó hablar en el templo franciscano. Cuenta esta fuente que, en esa ocasión, “su voz se deshizo hasta prorrumpir en el sollozo, y dijo: ‘Soy tal vez el único hombre que no conoció sobre sus carnes sino el traje talar de los franciscanos. Lo llevaba a los tres años por un voto de familia, y no tenía sino nueve cuando fui admitido en el convento. Debo a este hábito el alimento del cuerpo, la luz del alma y le debo hasta las afecciones que han calentado mi corazón. Es mi padre, es mi madre”.

El obispo

Vuelto al país, regresó a Catamarca. Viajó a Buenos Aires en 1880 para hablar en la Catedral, celebrando la solución del problema de la Capital de la República. Fue designado obispo de Córdoba y ya no pudo negarse, porque la Santa Sede le impuso que aceptara, como acto de obediencia.

Cumplió su misión pastoral con enorme celo. Daba ejemplo de humildad. Cuando alguna vez accedió, a regañadientes, a ponerse la vestimenta púrpura de prelado, la llevaba desprendida, para que apareciera debajo el hábito franciscano. Dormía sobre el piso.

Murió cuando regresaba de misionar en La Rioja, en la posta de El Suncho, el 10 de enero de 1883. Su corazón se conservaría en el convento catamarqueño para veneración pública. Hasta que, en 2008, un delincuente boliviano rompió la urna, se llevó el despojo y lo arrojó en cualquier parte. La Justicia lo dejó libre, con extraña lenidad, por “hurto simple”.

Eco de su muerte

La muerte del padre Esquiú conmovió a toda la República, sin excepciones. Hasta un escéptico en materia religiosa, como era Dalmacio Vélez Sarsfield, no pudo menos que decir que, cuando alguien como Esquiú “es comprendido por un pueblo, y se sabe valorar su mérito, ese pueblo es un pueblo civilizado, aunque sus casas sean chozas de barro”.

Con ocasión de ese duelo, Nicolás Avellaneda escribió que “cada pueblo siente necesidad de saber que, sobre la porción de tierra por él habitada, hay siquiera una oración salida de un labio humano, subiendo con seguridad a los cielos, y a la que se le pueda decir: ¡Ruega por nosotros!”. Añadió que consideraba a Esquiú “el ejemplo vivo de una virtud más constante, de mayor elevación moral y de una humildad más profunda, que hayamos conocido entre los hombres”.
  

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