Cuando el empleo se convierte en el segundo hogar

Cuando el empleo se convierte en el segundo hogar

VIAJERAS. Cecilia Díaz y Marisa Núñez reflejan las historias de miles de personas que han encontrado su lugar de trabajo lejos del hogar. la gaceta / fotos de osvaldo ripoll VIAJERAS. Cecilia Díaz y Marisa Núñez reflejan las historias de miles de personas que han encontrado su lugar de trabajo lejos del hogar. la gaceta / fotos de osvaldo ripoll
18 Junio 2014
Es la una de la tarde y en la escuela especial Inmaculada Concepción los platos están servidos. Cecilia Díaz y Marisa Núñez abandonan el rol de docentes para ponerse en la piel de mamás, de mozas, de lo que tengan que hacer para atender a los 142 alumnos con discapacidades múltiples que asisten al establecimiento, el único del tipo en Chicligasta.

Hace 16 años, cuando a Marisa le ofrecieron hacer un reemplazo de tres meses en la institución, ella no dudó. “Necesitaba trabajo sí o sí. No conocía Concepción. Una vez me habían invitado a bailar, pero yo pensé que era muy lejos y no acepté. Ahora tengo un baile todos los días”, bromea la maestra en educación especial y fonaudióloga. Le desborda energía cuando habla.

El comienzo fue duro
Tiene una sonrisa ancha. Ella llega a Concepción todos los días al mediodía, después de cumplir con otro trabajo que tiene a la mañana en Lules. Vive en Delfín Gallo (a 12 km de San Miguel de Tucumán). Por eso, sus jornadas arrancan tempranísimo, a las 5. Vuelve a su casa después de las 19, adonde la espera su familia.

Está casada, tiene dos hijos jóvenes y un nieto. “De tanto viajar me hicieron abuela”, bromea la mujer, de 45 años.

“Los primeros años fueron muy duros porque no tenía plata para el boleto. Estuve siete meses sin cobrar el sueldo. Llegar hasta acá era toda una aventura. Hacíamos dedo a la altura de San Cayetano. Nuestro pasaje era el guardapolvo. La gente que nos traía, decía: “ustedes son mi buena obra del día”. Entonces, tenía que salir de casa cuatro horas antes para llegar a tiempo”, recuerda la docente que ahora reparte sus viajes entre remises y colectivos.

“Es algo muy agotador; muchas veces pensé en renunciar. Pero me costó horrores. Mi peor momento fue cuando estaba embarazada. Recuerdo que estaba en el aula y de repente rompí en llanto. Mis alumnos me abrazaron, me acariciaron. Ellos me sostienen, ellos hacen que esto valga la pena. Son tan simples, tan espontáneos. No los podría abandonar”, explica. No estar cuando sale el primer diente de un hijo, perderse el comienzo de clases, faltar al cumpleaños de un amigo o sentirse ajeno a la rutina familiar son sensaciones frecuentes para los que trabajan lejos de casa. Y el poco tiempo que están en su hogar nunca alcanza.

Todo terreno
Lo sabe bien Cecilia Díaz, que a diario viaja a Concepción con la culpa a cuestas. Tiene tres hijos, de 19, 17 y 14 años. Se levanta a las 5.30, cocina, limpia la casa y parte a tomar el colectivo para llegar a las 9 a la escuela. Se queda ahí hasta las 17. “Desayuno, almuerzo y meriendo aquí. Es mi casa, sin dudas. Vuelvo a ver a mi familia a las 19, agotada y con ganas de llorar muchas veces. Pero me miro al espejo, tomo aire y sigo para adelante porque sé que me necesitan”, resalta la maestra. Vive en San Miguel de Tucumán desde que nació. Comenzó a trabajar en el interior desde muy joven. Primero fue en Alberdi y después, en 2001, en Concepción.

“En Concepción, sin dudas, tengo una gran familia que es esta escuela, que me contiene y me ayuda. Pero tengo sentimientos contrarios: por un lado veo a diario los logros de todos mis alumnos, les enseño a caminar, a comer, y en mi casa todo esto lo hizo otra persona con mis hijos”, se sincera.

Cecilia cuenta que hasta pensó en mudarse a Concepción con toda su familia, pero no hubo acuerdo y siguió viajando. “Mis hijos aprendieron a hacer muchas cosas solos. Ahora son independientes y se sienten orgullosos por el sacrificio que hago. Eso es hermoso”, dice.

Los que ayudan
En toda vida de viajeros hay crisis de pareja, reclamos y angustias. Pero también hay abuelos y otros familiares que ayudan a llenar esas horas vacías. “Uno deja muchos roles sin cubrir”, resalta Cecilia. A su compañera, Marisa, lo que siempre le preocupó fue la inseguridad en la ruta. “Estamos muy expuestas. Nos toca pasar por manifestaciones y cortes de ruta que no siempre son pacíficos. Además, vemos muchos accidentes. Eso te moviliza, te hace pensar que de repente podés dejar tu vida ahí. A mí me marcó mucho un día que había neblina. Un señor que siempre nos llevaba en su auto, esa vez no paró. Tal vez no nos vio. Al rato fuimos en otro vehículo y vimos que el hombre había tenido un accidente en un puente. Fue impactante. Siento que algo me acompaña, que algo superior me ayuda a superar todo para cumplir con mi tarea en esta escuela”, concluye.

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