Queda en esta provincia. Y está sobre un camino sin asfaltar. Una cerca la separa de la calle. Que no es cerca sino alambrado. Que no es calle sino ruta polvorienta de la olvidada red terciaria. Y tiene, al frente, una abertura para la puerta y otra para la ventana. Pero falta la puerta. Por supuesto, también la ventana. No es un rancho ni una tapera, sino una casa pobre pero de mampostería, a la que los baches en el presupuesto de sus moradores, más pobres que la construcción, dejaron baches en la pared. Por toda cortina hay una sábana colgada desde adentro: un remendado remedo de cerramiento. Lo primero que surge ante a esa vivienda (por el frente pasaron los miles de autos obligados a tomar un camino alternativo a la ruta 38, a causa del piquete del 26 de junio al sur de Concepción), es que su incompletitud es de una coherencia acabada: si no está todo "afuera", seguramente nada hay "adentro". Pero la casa que rompe con el paradigma de casa no es extraña, sino llamativa. Como lo es su entorno. Con la niña que juega a vender los broches con que su madre colgará la ropa. Y con la esquina llena de vecinos que, a cambio de un "gracias", alertan a cada conductor que la bocacalle barrosa tiene un desnivel pronunciado.
Lo inquietante no radica en imaginar un ridículo "momento Kodak": esos tucumanos son pobres de solemnidad. Tampoco en convocar esa demagogia de paquete de galletas, según la cual en las pequeñas cosas se encuentra el verdadera sabor de la vida. El asunto es otro: lo que parece el elogio de la simpleza ajena es, en realidad, la denuncia de la propia cultura de la mortificación. Detuve el auto un instante para fotografiar la casa con puertas y ventanas sin puertas ni ventanas. Y aunque la cola de vehículos avanzaba a paso de hombre, la brevísima parada deparó insultos para una eternidad.
Entonces, la vivienda que parecía el domicilio de la carencia devolvió por una abertura la pena que le había depositado a través del otro hueco. La lástima, esa tarde, era para los que podían encerrarla. Y encerrarse. Pero no para esa casa de Alto Verde, de frente bajo, todo pintado de verde.
Puse primera. También imprequé. Salí despacio.
Lo inquietante no radica en imaginar un ridículo "momento Kodak": esos tucumanos son pobres de solemnidad. Tampoco en convocar esa demagogia de paquete de galletas, según la cual en las pequeñas cosas se encuentra el verdadera sabor de la vida. El asunto es otro: lo que parece el elogio de la simpleza ajena es, en realidad, la denuncia de la propia cultura de la mortificación. Detuve el auto un instante para fotografiar la casa con puertas y ventanas sin puertas ni ventanas. Y aunque la cola de vehículos avanzaba a paso de hombre, la brevísima parada deparó insultos para una eternidad.
Entonces, la vivienda que parecía el domicilio de la carencia devolvió por una abertura la pena que le había depositado a través del otro hueco. La lástima, esa tarde, era para los que podían encerrarla. Y encerrarse. Pero no para esa casa de Alto Verde, de frente bajo, todo pintado de verde.
Puse primera. También imprequé. Salí despacio.
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