El italiano del pararrayos y el añil

El joven Vicente Brusa encandiló con su labia y su castellano de media lengua al gobernador José Posse y a sus primos industriales. Funcionó el pararrayos que trajo, pero la experiencia con el añil terminó en suicidio y desastre

JOSÉ POSSE. El gobernador que avaló desde el comienzo las iniciativas de Brusa.  . JOSÉ POSSE. El gobernador que avaló desde el comienzo las iniciativas de Brusa. .
Carlos Páez de la Torre H
Por Carlos Páez de la Torre H 18 Septiembre 2011
Cierto día de 1864, apareció en Tucumán, salido de quién sabe dónde, un simpático joven de 24 años. Se llamaba Vicente Brusa. Era italiano, pero se hacía entender en una veloz media lengua. Además, desplegaba tantos ademanes y tanto entusiasmo, que pronto les cayó bien a todos, empezando por el gobernador José Posse, "Don Pepe", el periodista que era íntimo amigo de Domingo Faustino Sarmiento.

El pararrayos
No costó mucho, al exuberante Brusa, convencer a "don Pepe" de que la ciudad estaba desamparada frente a las tormentas eléctricas, que causaban pavor en el verano. Y que era indispensable instalar el pararrayos -"parafulmine", le llamaba Brusa- que hacía 12 años había inventado el norteamericano Benjamín Franklin.

Con rapidez se lo autorizó a colocar el milagroso aparejo. Puso uno en la torre del Cabildo, que se alzaba donde hoy está la Casa de Gobierno, y dos en la Catedral, ubicados al tope de la cúpula y en una de las torres.

El gobernador, en su mensaje ante la Legislatura, dedicó un párrafo al adelanto. Dijo que "los pararrayos, trabajados y colocados con arreglo a la ciencia, han dado los buenos resultados que debían esperarse". Descontaba que "ahora, el hecho servirá de estímulo, que ha sido mi propósito, para que los particulares usen de este recurso de la ciencia, contra las tormentas, tan frecuentes en nuestro país tropical".

Sabía "de todo"
Es imaginable que, desde entonces, Brusa empezó a ser mirado con gran respeto, como uno de esos hombres que, realmente, "saben de todo".

Por eso a nadie extrañó que encontrara, sin esfuerzo, gente dispuesta a invertir capital en la empresa novedosa que muy poco después se le ocurrió iniciar. Era cierto que, desde 40 años atrás, nadie discutía a la azucarera su rol de industria principal de Tucumán. Pero había quienes insistían en las posibilidades del añil.

Era una planta que crecía silvestre en los campos de la provincia desde tiempo inmemorial, y se la usaba para fabricar tinturas, pero no siempre era de buena calidad.

En la década de 1840, el ingeniero Pedro Dalgare Etcheverry, autor del plano de la Catedral, se había trasladado a Guatemala para buscar buenas semillas de añil. Las trajo y se metió de lleno en la aventura. Compró a José Manuel Silva unas tierras en Cruz Alta y quedó muy satisfecho con el ensayo.

Su "tinta de añil" fue enviada a Londres por medio del ministro Mandeville y los británicos la consideraron "de primera calidad". Pero después, en la práctica, las cosas no anduvieron bien. Dalgare Etcheverry carecía de capital para dotar a su fábrica como correspondía. Debió hipotecar la plantación, "de cinco cuadras de frente y una de fondo", y aunque la Legislatura le concedió por dos veces (1852 y 1858) un privilegio exclusivo de fabricación, el ingeniero terminó arruinado y deudor de varios usureros.

Sociedad con los Posse
Brusa pasó por alto el antecedente. Opinaba que era posible hacerse rico con el añil, si se invertían en la empresa las sumas adecuadas. Contagió su entusiasmo al gobernador y a dos acaudalados primos de éste, los industriales Wenceslao Posse y Manuel Posse. Asociados los cuatro, la cosa empezó a marchar.

Compraron un campo en la zona de Carbón Pozo, departamento de Cruz Alta. Allí levantaron rápidamente edificios, cercos y abrieron acequias. El gobernador Posse, encantado, escribía a Sarmiento en 1864, para informarle que "he entrado en una especulación en gran escala sobre el cultivo y beneficio del añil, que se produce espontáneamente en nuestros campos". Pedía que le enviase semillas de Guatemala para "comparar la calidad". Le prometía que "en cambio, te levantaré una estatua pintada de azul".

Desde Estados Unidos, donde se encontraba, Sarmiento le advirtió que acaso el negocio no era tan seguro como parecía. A su criterio, "la verdadera industria" de Tucumán eran sus maderas, que "la mano del hombre puede cambiar en oro sellado". Posse ignoró las objeciones sobre el añil. En enero de 1865, decía a su amigo que "es una empresa esta en la que juego mi porvenir: si me sale mal quedo casi arruinado, pero sin comprometer a nadie conmigo".

El libro "Provincia de Tucumán", de Arsenio Granillo (1872) permite seguir la triste historia del asunto. Los primeros ensayos de los Posse, en 1864, salieron bien y auguraban una excelente producción. No los desalentó la súbita plaga de gusano que arrasó con el plantío: eran gajes de la agricultura, y lo importante resultaba la experiencia ganada. Así, plantaron de nuevo al año siguiente.

Brusa se suicida
Todo empezó a derrumbarse el 27 de septiembre de 1865. Ese día, Vicente Brusa se suicidó. "Don Pepe", desolado, escribió a Sarmiento deplorando la pérdida de este joven "lleno de ciencia y con una inteligencia superior". Había dejado una carta donde daba como causa de su tremenda decisión, el hecho de haberse "equivocado en los cálculos de nivelación de una acequia" en la planta añilera, ya que no tenía coraje para "sufrir la crítica".

Los Posse no perdieron las esperanzas. La semilla que habían plantado era la indígena, y pensaban que sustituyéndola por la de Guatemala, o por la de Bengala, podrían encarrilarlo todo. Partió otra carta a Sarmiento. ¿Por qué no le enviaba esa semilla, ya que "la necesito como al agua el sediento"?, clamó "don Pepe". Le agregaba que sin duda, "los yanquis han de tener publicada alguna obra sobre ese ramo de la industria: si la hay, mándamela". Le parecía que los malos resultados venían de "la falta de inteligencia" en Tucumán, para el cultivo y la industrialización.

El desastre
Pero, según Granillo, la gente sospechaba que detrás del renunciamiento de Brusa había algo más que un error en la traza de la acequia: el italiano se había matado para no afrontar el desastre total de la plantación. En efecto, la semilla "no brotó sino en manchones y muy escasos; la plantación existente del año anterior, brotó también muy rala y se crió peor; todo, todo se presentó el siguiente año con los caracteres de la ruina. Llegó por fin la época de su cosecha y con ella vino otra vez el gusano que la llevó, dejando a los socios el desaliento y la firme resolución de abandonar la empresa".

Hasta hoy, la gente de la zona sigue llamando "El Añil" al lugar donde se llevó a cabo la catastrófica experiencia. Sobre esos terrenos, en 1882, uno de los socios añileros, Manuel Posse, instaló el ingenio San Vicente -después comprado por Abraham Medina- que molió hasta fines del siglo XIX y fue rematado en 1900. Lo único que queda de esa fábrica, en medio de una maraña de arbustos espinosos, es la llamada "chimenea mota", porque tiene rota la parte superior de sus antiguos 30 metros de altura.

Dos libros, único rastro
No se conoce un retrato de Vicente Brusa. ¿Cómo sería el aspecto físico de este italiano veinteañero que se titulaba "químico", y que tanto instalaba pararrayos como experimentaba cultivos o diseñaba acequias cuyos desniveles podían empujarlo al suicidio? ¿Qué azares lo habrían traído, para su mal, a Tucumán? Acaso en la tierra natal, la familia nunca supo que sus días habían concluído trágicamente en este lugar remoto.

En el diario "El Liberal", edición del 26 de noviembre de 1865, un pequeño aviso firmado por Manuel Posse pedía "a la persona que los tenga en su poder", la devolución de "uno o dos tomos de la obra de Química de Frémy, de propiedad de don Vicente Brusa". Esos libros eran todo el rastro que quedaba.


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