Leslie Nielsen y la costumbre de soportar una carcajada

El domingo pasado murió el protagonista de La pistola desnuda, el hombre que permanecía indefectiblemente serio mientras sus espectadores no podían parar de reír

05 Diciembre 2010
Por Claudio Rojo Cesca
Para LA GACETA - Santiago del Estero

Tenía siete años cuando descubrí a Leslie Nielsen; puede que menos, pero estoy casi seguro de que eran siete. Alguien rentó La pistola desnuda y la vimos con la familia en la diminuta sala de estar de un departamento, comiendo galletas que eran demasiado costosas por la inflación. Estábamos al borde del asiento, a veces de rodillas, tratando de rescatar  una palabra inteligible del vértigo formidable de la risa. Llorábamos, nos dolía el estómago y había que quejarse, porque no importa qué tan joven o viejo seas: la felicidad te dejará exhausto, sin ganas de seguir, te arrastrará por el piso dándote azotes como un dios absurdo pero bienvenido. 
Se sentía como si Leslie estuviera inventando la comedia porque su personaje, el teniente de policía Frank Drebin, era un tipo muy serio y actuaba como si no supiera que todo era una comedia. Vos te enterabas, pero él no. Tenía la cabeza tejida de nieve y un rostro distinguido y maduro, al estilo de Bogart, de Welles, del imbécil de Heston. Nunca antes un héroe estoico enfrentó con semejante coraje la huesuda parodia, seguro porque el resto de ellos mimaban la tragedia como se mima un perfume más perdurable. Me cuesta mucho imaginarlo joven: a lo mejor nació de 40 años y el cabello bien pálido, incluso desde el primer instante, de cara a la luz primigenia de la opresiva libertad. 
Leslie era un tipo duro, un anacronismo del cine negro errando por un sinsentido de leones y jirafas sueltas en la calle, de bombas gigantes que se enchufan a un aplique cualquiera; el único héroe capaz de soportar la parodia con una dignidad tan insólita que pensabas que el mundo había enloquecido a su alrededor. Y si hay algo que el resto de nosotros, los que no somos Leslie, conocemos es la locura implacable de este mundo.
Se nos hizo costumbre tenerlo dando vueltas por ahí, de regreso cada tres o cuatro años, como un fantasma ancestral, reconocible por cualquiera, aunque su nombre no fuera Leslie y no le quedara más que el epíteto de alguna de sus películas o una de sus tantas profesiones: médico,  policía,  agente secreto, presidente de Estados Unidos. Nada más noble que mitigar al intérprete con su propio mito, algo que en otro espectro les pasó a Charles Bukowski y a Kurt Cobain, pero que en Leslie tenía la inesperada sensación de una espina entre las costillas. El solo esplendor  de su cara en un póster sonaba más fuerte que el título del filme, impreso en letras gigantes debajo de su cuerpo eternamente antiguo a los ojos de un niño de siete años que desde el suelo pide por favor que alguien pare la cinta, que la pare ya o se me quema el estómago. Así es como duele tanto chiste bien entregado, tanta solemnidad brutal frente al ridículo. 
Y también se nos hizo costumbre dormirlo en la memoria, suponer por lo bajo que tarde o temprano se nos aparecería, cobijado por esa locura que no consigue tocarlo, estoico como bloque de mármol, estatua romana que el mar no alcanzó a sepultar junto a la tumba oxidada del Poseidón. Y ahora que se fue, uno se pregunta cuánto falta para que el mundo escupa animales de zoológico o máquinas de petróleo bombeando el sexo fértil de Priscilla. Cuánto para que todo se parezca a la fábrica de carcajadas que se queda sin corona, aunque jamás pierda a su rey. 
Por todo esto, querido Leslie, y por hacerle sombra a la amargura: Hasta Siempre. 
© LA GACETA 

Claudio Rojo Cesca - Escritor y crítico de cine.

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