Los chicos y los libros: una empresa demasiado ambiciosa

Los chicos y los libros: una empresa demasiado ambiciosa

Hoy leen más que en el pasado. Pero la cuestión es qué y cómo leen. ¿Podemos alejarlos periódicamente de las pantallas de sus computadoras y de sus celulares para llevarlos al mundo de la literatura, a ese ámbito que les proporciona un contacto provechoso con un lenguaje rico y que estimula su imaginación? ¿Cuáles son los caminos para incitarlos a vivir esa experiencia? ¿Qué ejemplo damos los adultos?

08 Agosto 2010
Por Samuel Schkolnik
Para LA GACETA - Tucuman

Para quien se proponga introducir a los chicos en el mundo de la lectura, la principal dificultad no estriba en que ellos lean poco. Si así fuera, el problema se reduciría a un asunto cuantitativo, al que cabría oponerle estrategias inspiradas en hechos conocidos, como el éxito sin precedentes de las novelas de Harry Potter y la abundante publicación de libros para niños con que la industria editorial abarrota los depósitos de las librerías; semejante producción sería imposible si su destino fuese quedar amontonada en esos almacenes.
Pero el verdadero problema de quien abriga el propósito de que los chicos hagan suyo el mundo de la lectura, dista de ser meramente cuantitativo; se puede leer (y en esto no hay diferencias entre niños y adultos) permaneciendo fuera de ese mundo, como quien descifra con torpeza una lengua extranjera aprendida tardíamente, y no incorporada por ello a las entrañas del alma.
Antes de que se impusiera la civilización de la imagen, leer era una actividad casi tan espontánea como respirar, y su ejercicio labraba una subjetividad dotada de una dimensión de hondura. El camino del lector podía comenzar con las historietas (comics, según el habla actual), hacerse después a los mares de la Malasia con las novelas de Emilio Salgari, internarse hacia el centro de la Tierra con Julio Verne, asistir a las aventuras cortesanas de D?Artagnan y los suyos en tiempos del cardenal Richelieu, y seguir su peregrinación sin prisa y sin pausa hasta arribar un día a alguna de las catedrales de la literatura: la Comedia, el Quijote, Hamlet. Después la senda seguía sin límites y por los rumbos más diversos. Mientras tanto, en la quietud y en el silencio, la palabra escrita había formado en el lector un mundo interior, precisamente el mundo de la lectura.
Ese mundo es el que la civilización de la imagen ha extinguido. El suyo es un universo de dos dimensiones. Se lee, desde luego, pero la palabra leída es un complemento de los íconos, y existe en función de ellos. El poblador de ese mundo, por su parte, también es un ser bidimensional; por eso la existencia le pesa tan poco y puede sobrenadar gozoso en el ruido incesante que compone su ambiente.
Por eso, yo no me propondría una empresa tan ambiciosa como introducir a los chicos en el mundo de la lectura. De ese mundo sólo quedan vestigios, y siendo la vida tan breve como es, no parece sensato consagrarla a reconstruir lo ido, arremetiendo desde la propia pequeñez contra la inmensa masa de lo que ha llegado a ser la realidad. Esa realidad en virtud de la cual los niños, en el día que los festeja, recibirán de regalo muchos menos libros que consolas de juegos electrónicos.

© LA GACETA

Samuel Schkolnik - Escritor, doctor en Filosofía, profesor de Etica de la  Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán.

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