

Frenó despacio. Había calculado que el semáforo estaría en rojo al llegar a la esquina. El auto se detuvo y aflojó los brazos sobre el volante, en posición de descanso. En ese momento apareció, como un duende, enfrente del vehículo. Era un joven muy delgado, alto, de brazos largos y flacos, como una marioneta. Vestía un jardinero azul con tiradores sobre una remera blanca un tanto sucia y varias veces manchada. El pantalón se cortaba a la altura de las pantorrillas; remedaba a los payasos del circo. Se movía como un mimo para llamar la atención. Inclinó el cuerpo hacia delante para saludar con reverencias. Al levantar la cabeza mostró tres bastones pintados con rayas blancas, como los palos del bowling, y comenzó a hacer las piruetas con destreza.
Desde el auto, el conductor miró hacia otro lado. Lamentó la aparición del malabarista. Sabía que, al final, le pediría unas monedas. Bajó la mirada no bien decidió que no metería sus manos en el bolsillo. Pensó que no tenía obligación de observar ni, mucho menos, de entregarle su dinero a un extraño. Volvió la vista al frente con disimulo y pudo comprobar que el joven mostraba dotes de artista con sus dedos. Parecía seducir con sus malabares. Se notaba cierto entrenamiento. Las piruetas formaban líneas de fantasía en el viento.
El conductor, mientras tanto, intentó otra vez- mirar hacia otro lado. El tiempo le parecía eterno. No había pasado ni medio minuto y ya estaba impaciente. Comenzó a golpear los pulgares en el volante. Miraba hacia arriba en dirección al semáforo. La luz seguía clavada en rojo. Era el primero de la fila de autos. Por un instante sintió culpa y pensó en buscar unas monedas. Pero volvió a negarse. Esperaba el verde. Cada vez más ansioso, miraba a los costados.
El joven terminó la secuencia de sus juegos. Volvió a saludar con una reverencia. Se quitó el sombrero con un ademán de mago, se acercó al auto por el costado y sonrió esperando la propina. Pero el chofer movió el pie derecho sobre el acelerador, tomó el volante y se alejó de la esquina en un instante. Miró por el retrovisor en el preciso momento en que el muchacho estiraba la mano para recibir unas monedas de otro conductor que, desde atrás, había estado mirando todo el número.
En la esquina siguiente encendió la radio del auto y no podía creer lo que escuchaba: La vida es una moneda / quien la rebusca la tiene / ojo que hablo de monedas / y no de gruesos billetes cantaba, con su voz inconfundible, Juan Carlos Baglietto.







