Arturo Ponsati fue un personaje único en la historia de Tucumán. Esto no es ninguna novedad para quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, tratarlo y compartir sus sueños y desvelos, alegrías y penas, éxitos y fracasos; y, por qué no decirlo, sus rabietas.
Arturo fue mucho más que un teórico de la política o un eximio profesional del derecho: fue un elegido de la providencia, un hombre que dedicó su vida a la búsqueda del bien común, sin renuncias ni dobleces, frontal y apasionadamente. Esa entrega al prójimo fue, a mi entender, la característica más notable -y más noble- de Ponsati. En las inolvidables tertulias de los sábados, su tonante voz nos incitaba a pensar y actuar, cual si hubiera sido un Sócrates redivivo.
Toda su inmensa sapiencia y su ardiente vocación de servicio las volcó Ponsati a la acción concreta. Su militancia y contribución intelectual trascendieron ampliamente las fronteras nacionales.
La designación en 1991 como vocal de la Corte Suprema, cuerpo que presidió con singular brillo y singularidad, implicó para él quizá el más grande de los muchos sacrificios que hizo en su fructífera vida: desde el día que llegó a la Corte, Arturo se olvidó de la militancia partidaria.
Sin dudar abandonó, de una vez y hasta su prematuro fin, el ejercicio de la vida partidaria, entendida esta como un interminable juego de conflictos y armonías, pactos y desencuentros que nuestro hombre jugó como ninguno, en un doble sentido: porque lo hizo sin ningún interés personal (“el poder es un gran servicio público”, enseñaba); y porque lo jugó limpia, honesta y generosamente.
Para quienes lo conocimos fue, simplemente, “el maestro”. Así como en vida me recordaba a San Agustín, hoy, ya ausente, cuando pienso en Ponsati me vienen a la memoria las palabras de su admirado San Pablo, en la Segunda Carta a Timoteo: “vigila en todas las cosas, soporta las aflicciones, cumple tu ministerio. Que yo ya estoy a punto de ser inmolado, y se acerca el tiempo de mi muerte. He combatido con valor, he concluido la carrera, he conservado la fe”.
Arturo Ponsati cumplió cabalmente sus múltiples ministerios; soportó con estoicismo todas las aflicciones, espirituales y físicas; combatió brava y lealmente infinidad de batallas, siempre defendiendo la verdad y, por sobre todas las cosas, murió como vivió: poseído por una ardiente fe en Dios y sus hermanos.