

Hubo una época en Tucumán en la que el pádel no dormía, literalmente. “De diez de la mañana a tres de la madrugada, todas las canchas ocupadas”, dice Sergio Mambrini Lerma, como si todavía estuviera mirando el reloj del club, esperando que termine el último partido. “Y no en un club: en todos”.
Empezó a jugar con 17 años, a principios de los 90, cuando el pádel todavía no era un deporte en serio. “No nació como deporte, nació como juego”, aclara. “Todo el mundo quería jugar. Nadie hablaba de técnica, de físico, de nada. Se jugaba porque era divertido”. Hoy, con 57 años, 40 dentro del pádel y 32 como dueño de club, habla desde su lugar en el mundo: El Galpón Pádel, en Santiago del Estero 1265. Habla sin frases armadas, sin una labia grandilocuente, como alguien que estuvo siempre ahí y no necesita exagerar nada.
Del furor absoluto a la necesidad de ordenar
En 1993, Mambrini tomó su club justo en el pico máximo del boom. “Era una locura. No había horarios. La gente esperaba, se quedaba, volvía. Nadie se quería ir”, recuerda. En ese momento parecía imposible que algo así pudiera caerse. Pero se cayó.
“Empezó a bajar, bajar, bajar… y empezaron a cerrar clubes”, dice. Algunos se transformaron en edificios; otros, en playas de estacionamiento o en canchas de fútbol 5. Él decidió aguantar. “Un mes más. Aguantemos un mes más. Y acá seguimos, treinta y dos años después”. No lo dice como una hazaña, sino como una consecuencia lógica de haber elegido quedarse. “Yo me siento parte de que hoy el pádel sea un deporte y no solo un boom social”, afirma.
Se ríe cuando recuerda cómo se jugaba antes. “Paletas de madera, 27 milímetros de espesor, dos kilos de peso. Una locura”. Las reglas también eran otras. “No se podía volear hasta el cuarto golpe. Hoy lo contás y nadie te cree”. Con el tiempo llegaron las paletas de caucho, después las de goma EVA, los cambios reglamentarios y la profesionalización. Pero también llegaron los problemas.
“Hubo traumatólogos que empezaron a decir que el pádel era malo para las rodillas”, cuenta, todavía con bronca. “Y no preguntaban nada. No preguntaban si tomabas clases, si usabas el calzado adecuado. La culpa era del deporte”. Mambrini no compra ese discurso. “¿Y el rugby? ¿Y el boxeo? ¿Eso no lesiona?”, se pregunta. Para él, el problema nunca fue el pádel, sino cómo se lo practica. Por eso, como profesor, se volvió exigente. “Soy lento, pero seguro. Hasta que no entendés el golpe, no te suelto”, dice. “Prefiero eso a que te lesiones”.
Cuando empezó a involucrarse en la organización de torneos, el choque fue inevitable. “Veían más el dinero que al jugador”, resume. Torneos desordenados, manejos que desmotivaban, decisiones que alejaban al deportista. “Así la gente deja de jugar”, sostiene. Su respuesta fue hacer las cosas como creía que debían hacerse.
En 2003, junto a otros dueños de clubes, impulsó la Agrupación de Clubes de Pádel de Tucumán. Orden, horarios claros, respeto al jugador y torneos que atraigan amantes del deporte, no clientes vistos como una fuente de dinero. “No quería que la gente esperara enojada. Si alguien consume un café o una gaseosa, que sea porque quiere, no porque lo obligaste a esperar”.
Más tarde, como delegado tucumano de la Asociación de Pádel Argentino (APA), el rol fue todavía más incómodo. “Tuve que educar a jugadores grandes en respeto, vocabulario, compromiso”, cuenta. El resultado fue previsible. “Pasé a ser el malo de la película”. Se ríe. “La mitad me odiaba, la otra mitad me amaba. Yo seguí igual”.
Entre 2014 y 2018 organizó los primeros grandes torneos nacionales en Tucumán, en tres categorías: Libre, Veteranos y Menores. “Organizados por mí solo”, aclara. “No porque sea mejor, sino porque alguien tenía que hacerlo”. Negoció canchas, coordinó clubes, armó delegaciones. Gracias a eso, Tucumán empezó a competir en serio a nivel nacional. “Empezamos a salir cuartos, quintos, terceros. Los trofeos están ahí todavía”, dice, mientras señala las estanterías repletas de galardones que exhibe en su oficina.
Si hay una idea que atraviesa toda su filosofía, es una: “El amateur es el corazón del deporte”. No lo plantea como consigna, sino como realidad. “Es el que paga la entrada, el que compra la paleta, la pelota, la remera. De ahí sale el profesional”.
Cuando pone la mirada en el pádel tucumano de hoy, Mambrini no edulcora nada. “Está bien, no voy a decir que está mal”, aclara, “pero podría estar mucho mejor”. Para él, el problema no es la falta de gente, sino la falta de objetivos. “Al jugador hay que darle un motivo. Que sepa que, si juega un torneo, puede clasificar a un Argentino, a un Panamericano, que puede representar a Tucumán. Eso te cambia la cabeza”, dice.
Habla de competencia como quien habla de identidad. “Si no, es jugar por jugar. Y jugar por jugar está bien un rato, pero el deporte se sostiene cuando hay algo más”. Por eso insiste en el orden, en los torneos, en el respeto por el que se anota y paga. “Yo prefiero un torneo con diez personas, pero que sea un espectáculo, antes que uno mal hecho con doscientas personas”, lanza, sin rodeos.
El cierre de la charla no llega con una frase grandilocuente, sino con una convicción que Mambrini repite como quien ya la probó en la práctica. No habla desde la nostalgia ni desde el resentimiento. Habla como alguien que vio el auge, el derrumbe y la reconstrucción, y que sigue parado al costado de la cancha, mirando cómo entra la pelota: “El pádel no se salva con ruido”, dice casi en voz baja. “Se salva haciendo las cosas bien”.







