DE LA INMENSIDAD A LO ÍNTIMO. “Weser”, de Fernando Spiner, juega con dos extremos de la existencia.
Villa Gesell es donde Fernando Spiner pasó su infancia y el entorno protagonista de su nueva película. “Weser”, que se estrena hoy a las 20 en el Espacio Incaa de la sala Hynes O’Connor del Ente Cultural (San Martín 251). Sus desolados y vacíos espacios sirven para mostrar el desasosiego vivido durante la cuarentena por el covid hace apenas cinco años, donde todo pasó puertas adentro.
Presentada como “un ensayo poético experimental sobre la muerte, inspirado en historias reales”, la película está dividida en cuatro capítulos pero con un integridad visual y argumental que la atraviesa de punta a punta para ahondar en aspectos filosóficos fundamentales de la humanidad. “Se entrelaza lo real y lo onírico, explorando al cine como refugio y reflexionando sobre la naturaleza humana y el poder del arte para trascender la desesperación”, señala su sinopsis. Su profundidad conmueve legítimamente y sin caer en golpes bajos, dentro de la honestidad intelectual del director, que recurrió a elementos simbólicos desde la primera a la última escena.
En ese discurrir, la obra se vuelve circular: cada escena aporta un elemento para pensar, reflexionar y entender lo que nos pasó (y pasa, como seres mortales temerosos que somos), dentro de una estética en la cual qué se dice es tan relevante como el cómo se lo dice. Si hay un teatro de texto, bien puede haber un cine de texto, aunque en su caso intercalado con imágenes acompañadas por sonido ambiente o por el silencio absoluto. El filme integra la trilogía iniciada con “La boya” en 2018.
No es una realización para encontrar respuestas, sino preguntas. Su cámara deambula entre momentos íntimos en la soledad de cada casa, el minimalismo de los contactos grupales vía internet y la inmensidad del océano abierto o de la arena de una playa que se presenta como infinita. Todo aporta a esa ida y vuelta de personajes que se encuentran a la distancia, refugiados en la poesía como elemento unificador, que les permite trascender el aislamiento para sentirse acompañados.
Personas anónimas
El realizador asume el riesgo de convocar como elenco a personas anónimas como Alberto Máximo Romano o artistas de distintas disciplinas, como la fotógrafa Adriana Lestido, el escritor Guillermo Saccomano o el plástico Ricardo Roux. Quizás la mayor apuesta haya sido estar él mismo en pantalla, haciéndose cargo de quién lleva adelante el impulso de una historia multifocal, en la cual cada uno aporta su propia existencia. Eso juega como un intenso rompecabezas, en el que hay que buscar que cada pieza encastre perfectamente con la otra.
Uno de los puntos relevantes, sin duda, es la relación que construyen Daniel Fanego con Valeria Lois, de una intensidad dramática y una valentía emocional que se transmite. Lejos de recurrir a elementos melodramáticos, Spiner juega con primeros planos que le permiten mostrar la autenticidad del reencuentro de dos personas para la reconstrucción de un pasado. En definitiva, recordar y evocar será una forma de desafiar a la muerte, como lo muestran las velas prendidas por quienes no pudieron ser despedidos en tiempos de pandemia, privados del ritual funerario de velar los cuerpos inertes. Tal vez, sea una carga que deben afrontar los sobrevivientes.
Incluso, la presencia de Fanego en el filme (reforzada por la ruptura expresa del director de una de sus escenas, al mostrar a todo el equipo de filmación y contar en off la delicada situación del actor en ese momento) oficia de merecido homenaje: fue su última película, ya que murió poco después. Su intervención asume la estatura del testimonio de quien se sabe moribundo y, aún así, no se rinde.
Una sirena de ambulancia que recorre las calles vacías juega como elemento distanciador recurrente, el que nadie quería escuchar. De allí, Spiner puede pasar a lo más profundo del mar, con las olas pasando por arriba. Queda en cada uno encontrar el sentido de cada imagen, lo cual habla de una creación abierta, en construcción con el público.








