El acuerdo impulsado por Estados Unidos y aceptado (con matices) por Israel y por la Autoridad Nacional Palestina abrió una rendija de esperanza en una región devastada la violencia. Pero no se trata de un punto de llegada, sino de un punto de partida; más bien un intento de reconstruir la confianza perdida, de detener el sufrimiento civil y de evitar que la tragedia se perpetúe. Se trata, a fin de cuentas, de una tregua extremadamente frágil, pero que no deja se proporcionar una lucecita de esperanza.
Desde el ataque de Hamás a Israel y la retaliación que dejó miles de muertos y desplazados, el conflicto evidenció -una vez más- que el odio destruye cualquier intento de convivencia. El plan de paz actual combina un alto el fuego progresivo, la liberación de rehenes y la reconstrucción de la Franja de Gaza bajo supervisión internacional, en un afán de revertir esa lógica de destrucción total. Pero su éxito dependerá de la voluntad política de las partes y del compromiso real de la comunidad internacional para sostenerlo.
El escenario dista de ser favorable, porque la proliferación de crisis y de conflictos no dan respiro. Ucrania, el Cáucaso, Sudán, Yemen y el creciente riesgo de una escalada en el mar de China conforman un tablero global convulsionado. Nada es sencillo con semejante contexto. ¿Y Cisjordania? ¿Cuál será el futuro de la “otra mitad” de esa Palestina en llamas? ¿Por qué no se está hablando de Cisjordania?
El plan de paz propone, en los papeles, el cese del fuego, la administración transitoria de Gaza bajo control internacional y una apertura gradual para la creación de un Estado palestino viable. Ese camino luce minado. En Israel hay quienes consideran que cualquier concesión a los palestinos equivale a una rendición, otros entienden que perpetuar la retaliación es condenar al país a un aislamiento creciente. En Gaza, Hamás deberá definir si la reconstrucción de sus ciudades es más urgente que la retórica de la resistencia. Y en el mundo árabe, el apoyo al acuerdo -en el que están involucrados Qatar y Egipto- dependerá de que se perciba como justo, no como una imposición occidental.
Aun así, la oportunidad es histórica. Más allá de los actores y los intereses, el cansancio moral y material de las poblaciones ha alcanzado un punto límite. La violencia ya no ofrece salidas, solo ruinas. El desafío será transformar el alto el fuego en una estructura política sostenible, capaz de garantizar seguridad, desarrollo y, sobre todo, dignidad para millones de personas atrapadas entre la desesperanza y la indiferencia global.
El mundo observa, pero también proyecta sobre Gaza sus propios fantasmas. Este intento de paz podría funcionar como una prueba de resistencia del orden multilateral. Si fracasa no será solo Gaza la que retroceda, porque significará una derrota para el concepto de que la diplomacia todavía puede imponerse a la violencia.
Por eso, más que un acuerdo, el plan de paz representa una apuesta. Y como toda apuesta, implica riesgo y coraje. Coraje de los líderes para desafiar a los extremismos, y riesgo de quienes aún creen que la palabra “paz” puede pronunciarse sin ingenuidad. En una era marcada por la violencia, sostener esa convicción representa el gesto más político de todos.







