Miguel Brizuela no tuvo una buena tarde en Alta Córdoba.
La competitividad se reduce a una simple frase: si no se lucha, no se puede ganar. Un boxeador sin convicción, un golfista sin precisión o un equipo que desprecia la pelota no pueden ganar. Es así de simple. La competencia exige coraje, disciplina y una fe inquebrantable en el propio juego. Y Atlético, lejos del Monumental, parece olvidar esa premisa básica.
De visitante se vuelve un equipo apático, sin ideas ni reacción, un rival que duda y se resigna. Nada queda de esa intensidad que muestra en su cancha, en la que muerde, presiona y se anima a pelearle de igual a igual a cualquiera.
El Atlético de Lucas Pusineri es un tigre cuando juega en su territorio, capaz de devorar a los más temibles de la selva. Pero cuando sale de su hábitat, se convierte en un gatito manso, sin garras ni instinto de supervivencia.
En Alta Córdoba volvió a notarse es detalle. Frente a Instituto, fue un espectador de lujo que dio pases intrascendentes. No generó peligro, no encontró caminos y, sobre todo, no mostró el espíritu de lucha que exige el fútbol de visitante. El 2-0 fue apenas una consecuencia lógica: Instituto hizo lo que había que hacer, luchar cuando tocaba y defender cuando debía.
Atlético, en cambio, volvió a olvidar lo esencial: que la competitividad no es un don, sino una actitud. En Alta Córdoba, el tigre volvió a esconder las garras. Y cuando no se lucha, no se puede ganar. El resultado: un equipo estático y sin virtudes.
El primer tiempo sólo reflejó a un equipo en la cancha: mientras Instituto intentaba abrir espacios, Atlético se conformaba con mantener el orden, pero con demasiadas grietas. Gianluca Ferrari estuvo lento; Clever Ferreira se vio superado; y el mediocampo lució más inconexo que nunca.
Kevin López fue el único que intentó ir hacia adelante, pero descuidó la fase defensiva; Adrián Sánchez no pudo desbordar por la derecha; Nicolás Laméndola pasó inadvertido; y Kevin Ortiz, superado por la velocidad de los volantes “albirrojos”, mostró un nivel más bajo del habitual, con errores constantes en la distribución.
Y cuando falta ese espíritu, las virtudes también desaparecen. La pelota parada, que venía siendo un gran aliado durante este semestre, se transformó en el talón de Aquiles del equipo. Un tiro libre preciso, un cabezazo de Nicolás Zalazar que le ganó la posición a Damián Martínez y un último testazo de John Córdoba que le ganó en lo alto a Kevin Ortiz. La pelota viajó como un globo y superó a todos, incluso a Matías Mansilla, que nada pudo hacer ante el 1-0.
El gol no levantó a Atlético. Siguió con un plan estático, sin reacción, y se fue al vestuario con una actitud poco vista en los últimos encuentros: sin dar pelea, sin alma.
Los ingresos de Mateo Bajamich y Lautaro Godoy intentaron darle otra tónica al “Decano”. Hubo más empuje, pero sin peligro real.
Leandro Díaz no tuvo ninguna jugada clara y el resto de los delanteros tampoco inquietó. Lo más llamativo fue el reclamo del cuerpo técnico por una mano que ni siquiera fue revisada por el VAR. Cuando parecía que Atlético podía despertar, Gastón Lódico sentenció la historia con un gran remate al primer palo de Mansilla.
Atlético, de este modo, lleva 13 partidos sin ganar de visitante y apenas sumó cinco puntos de 42 posibles. Casi nada para un equipo que aspira a meterse en los playoffs.
Y más allá de los números, la deuda no es táctica ni técnica: es anímica. Porque el fútbol, como la vida, premia a los que no se rinden. Atlético podrá corregir errores, cambiar nombres o esquemas, pero mientras no recupere su espíritu de lucha, seguirá siendo un tigre dormido lejos de casa.







