JUAN RULFO. Acaso hay demasiada tristeza en su letra como para que después de esta novela tuviese ganas de seguir escribiendo.
-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
-Comala, señor.
-¿Está seguro de que ya es Comala?
-Seguro, señor.
-¿Y por qué se ve esto tan triste?
-Son los tiempos, señor.
Los 70 años de su publicación son una buena razón para volver a leer uno de los libros más celebrados de América Latina, pese a estar escrito con la una de las tristezas más imperecederas que han sido impresas. Ese hito es Pedro Páramo, que Juan Rulfo publicó en algún momento de 1955, sin que aún haya acuerdo en torno del mes en que esta novela de 150 páginas vio la luz.
Hay diversas maneras de entrar en el cosmos de Pedro Páramo. Una de ellas es la geografía. La de Rulfo es una novela sobre el desierto mexicano. Y ese desierto es en sí mismo un universo. En esta novela, es un infinito de almas. Ánimas que, no podía ser de otra manera aquí, deambulan en pena. Lloran pobrezas, despojos, maltratos, desamores, asesinatos, orfandades, violaciones, ingratitudes y hasta incestos que convierten a las mujeres con gusto a tierra en el lodo del sudor de las noches sofocantes. Todas ellas mascullan sus broncas de manera incesante. “Los rumores” fue, de hecho, uno de los títulos en los que primero pensó Rulfo para su única novela.
Borges, en su cuento “Los dos reyes y los dos laberintos”, da cuenta de que el desierto es un laberinto que no ha sido construido por el hombre, pero que es en sí mismo un infinito sin muros, pero sin salidas. Tal vez algo de ello se juega en ese diálogo que el argentino mantuvo con Rulfo la primera vez que visitó México, en 1973.
- Borges: Le voy a confiar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
- Rulfo: Así ya me puedo morir en serio.
Feudo de desdichas
El protagonista Pedro Páramo, al decir de un arriero con el que dialoga Juan Preciado (tal el nombre del narrador de la historia) es “un rencor vivo”. Es la encarnación del odio primordial que azuela esas tierras. De hecho, lo poco que germina ahí termina dando frutos agrios. Ya sean uvas o naranjas. En el territorio de la miseria tan sólo pueden florecer las desdichas.
Y es que Pedro Páramo es, genuinamente, un miserable señor feudal. Esa es otra puerta de acceso a esta obra de Rulfo. Todas esas tierras han sido propiedad de ese solo hombre, que fue adueñándose de ellas no siempre de la mejor manera. A veces, heredándolas. Otras veces, quedándoselas. De vez en cuando, no pagando lo que adeudaba. Más tarde, mediante un matrimonio por propia conveniencia. Casi todos son excesos, crímenes y abusos en este hombre desprovisto de gratitudes. Reconocerá un único hijo, al que se lo entregaron porque la madre de la criatura, que murió en el parto, mandó a decir que él era el padre. Pero se lo entregó a una de las mujeres del servicio de la casa, Damiana Cisneros, para que ella se ocupara. El crío resultó ser un criminal, que mató a un hombre, el hermano del cura del pueblo, y después le violó la hija. Así que el sacerdote dejó de estar en gracia con Dios: cuando a Miguel Páramo lo ajustició su propio caballo, el religioso nunca le otorgó el perdón, esperanzado en que se fuera arder al infierno.
Pedro Páramo tiene un trato despreciable con las mujeres, acorde con el hecho de que aquella a la que ama, Susana San Juan, no lo corresponde. Por el contrario, ella muere de amor por otro. En el más literal sentido de la expresión. Pero ahí donde viven, en Comala, nunca pasa nada. Así que cuando Susana fallece durante tres días las campanas ensordecen a todo el mundo. Y comienzan a llegar gentes de todas partes y el pueblo se convierte en una feria. A nadie logran hacer entender que aquello es un velorio, así que todo es jolgorio, bebidas y hasta peleas de gallo. El resentimiento de Pedro Páramo será inconmensurable: desde la Media Luna, su latifundio, maldecirá a todo el pueblo a morirse en la penuria. Y era hombre de cumplir con su palabra.
Justamente, la penuria de vivir bajo el yugo de un humano deshumanizado es lo que rezuma el lamento de las ánimas que se andan chocando con Juan Preciado a lo largo de la novela corta.
El dolor como placenta
Comala -resulta indudable- es una “proto Macondo”, en cuanto pueblo paradigmático que encierra dentro de sus fronteras un universo de cuestiones y su correspondiente universo de derroteros. Sin embargo, Comala existe y con ese nombre. Es una ciudad del estado mexicano de Colima, con un atractivo centro histórico y una actividad económica fundamentalmente agro-ganadera. El pueblo de Cien años de Soledad, en cambio, tomó su nombre de una finca bananera cercana a Aracataca, el pueblo natal de García Márquez, y fue fundada y destruida por la estirpe de los Buendía.
Pero la Comala de la novela de Rulfo no ese ese pueblo bonito que Juan Preciado espera encontrar. “Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: ‘Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche’. Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre”.
Lo que él halla, en cambio, es una llanura deshecha de vapores, donde por todo horizonte hay una mancha gris. Todo está muerto en la Comala de la narración. Y todos están muertos, también. Todos. Hasta Pedro Páramo. Y esta es una tercera vía de acceso al texto: la frontera que separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos no tiene aduana. Se torna difuso hasta para el propio narrador, que termina yendo ahí, donde nadie va, para cumplir con un mandato de su madre. Ella, Dolores, le había encomendado encontrar a Pedro Páramo, que es nada menos que el padre de Juan, con una tarea de hierro. “No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.
Esa tristeza surfilada con dolor (desde el nombre materno mismo) es la placenta del autor. Rulfo negó siempre que haya algún vestigio autobiográfico en Pedro Páramo, pero la vida fue bien perra con él. A su padre lo asesinaron cuando él tenía seis años. Cuando cumplió 10 debió enterrar a su madre. Él y su hermano, Severiano, sobrevivieron en un internado, abundante en privaciones. Ya como adulto cayó en el alcoholismo, del que logró recuperarse -cómo no- a duras penas.
La revolución
Una última dimensión desde donde abordar Pedro Páramo es su paisaje de fondo: la revolución mexicana. La que estalla en 1910 para poner fin a la dictadura de Porfirio Díaz. Pero también la que se sucede en las rencillas internas y traiciones entre las facciones, hasta el punto de que entre 1919 y 1928 fueron asesinados Emiliano Zapata, Francisco Villa y Álvaro Obregón, entre los principales líderes revolucionarios. Entre 1926 y 1929, además, acontecería la denominada “guerra cristera”, una suerte de contrarrevolución encabezada por milicias de religiosos católicos contra las limitaciones impuestas contra la religión a partir de la Constitución de 1917, como resultado del anticlericalismo que había recrudecido con el fin de la dictadura de Porfirio Díaz.
El cura de Comala se enrola en la revuelta cristera, así como los peones de la Media Luna y en general los varones de Comala se enrolan en las fuerzas revolucionarias, con más ganas de hacer “líos” que convicciones políticas. Verdaderamente, cambian de bando con una facilidad digna de parlamentarios argentinos del tercer milenio. Testimonio de aquellos años de sangre y fuego son los muchos huérfanos que también deambulan por las calles de ese desamparado mundo de inframundos. Todo por allí es soledad. De eso mismo se tratará la muerte de Pedro Páramo.
La alegría cansa…
Esta novela es el segundo y último libro que escribió Rulfo. Lo precede uno de cuentos: El llano en llamas. Después no dio a publicación nada más. Mucho se ha escrito respecto de esa cuestión.
Para unos, ya había dicho todo cuanto quería. Para otros, lo suyo había sido tan sólo un espasmo de creatividad. No faltan los que culpan al alcoholismo. Otros le endilgan la responsabilidad a la notoriedad (el reconocimiento le llegó primero en el extranjero), que lo alejó del trabajo y lo volvió temeroso de las expectativas. Su creación se volcó a la fotografía, donde también fue notable. De allí que hay quienes sostienen que entregó dos obras insuperables y, simplemente, siguió con otra cosa.
Como fuere, entre 1955, cuando salió Pedro Páramo, y 1986, cuando Rulfo se fue a Comala para no volver, no volvió a incursionar en publicaciones literarias. De solo leer su novela puede advertirse que hay demasiada tristeza en su letra como para tener ganas de reincidir. Acaso él mismo lo avisó.
“Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo.
- Hubo un tiempo en el que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora. ‘Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello terminara’”.
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