El 5 de noviembre de 1994, un expresidente de los Estados Unidos le hacía, en una carta abierta, esta confesión a su pueblo: “He sido informado recientemente que soy uno de los millones de americanos que se verá afectado por el mal de Alzheimer.” Lo hizo público, y aquel gesto, por cierto, dio visibilidad mundial a un mal que, hasta entonces, se vivía en silencio. Treinta años después, los avances han sido notables. Hoy puede detectarse precozmente gracias a la neuroimagen. Existen biomarcadores que lo confirman. La ciencia sabe más sobre su origen y el papel del beta-amiloide, y se han identificado genes relacionados. En el campo terapéutico, surgieron fármacos que, por primera vez, pueden modificar el curso de la enfermedad. Estos, combinados con medidas de estimulación cognitiva y musical, han demostrado retardar el deterioro. En mi consultorio atendí durante mucho tiempo a un paciente entrañable, que tenía 90 años y una enfermedad de Alzheimer ya muy avanzada. Su memoria reciente estaba casi borrada. Muchas veces no podía hilvanar una idea, pero, sin embargo, cada vez que terminaba la consulta, repetía un ritual: antes de irse, recitaba un tango aprendido en su juventud. Lo hacía con precisión y emoción. Ese tango era su despedida, pero para mí era una lección médica inolvidable. La música parece ser de lo último que nos abandona. La pregunta inevitable surge entonces: ¿Por qué la música resiste cuando otras memorias se apagan? La neurociencia ha dado buenas respuestas a esto. Se sabe que el Alzheimer ataca primero las zonas del cerebro responsables de la memoria episódica y reciente. En cambio, la memoria musical involucra redes más amplias, que incluyen regiones temporales, frontales y áreas ligadas a la emoción que se deterioran más tarde. Esto explica por qué alguien puede recordar una canción, pero no el nombre de un familiar. El 21 de septiembre se celebró el Día Mundial del Alzheimer. La música no lo cura, pero se ha convertido en una herramienta clave para mejorar la calidad de vida de quienes lo padecen: calma la ansiedad, estimula recuerdos y facilita la comunicación. Aquel paciente que entonaba el tango no era solo una anécdota: era la confirmación de que la música sostiene un núcleo profundo de nuestra humanidad. Treinta años después de aquella carta, el Alzheimer ya no se ve como un destino inevitable, y como médico me emociona ver cómo la ciencia y la empatía se unen para generar esperanza. Porque cuando ya no existan las palabras, y la memoria no nos ayude, veremos cómo una simple melodía puede abrir una ventana al pasado y hacernos recordar -aunque más no sea por un instante- quiénes somos y quiénes fuimos. Oliver Sacks, en su libro Musicofilia, escribió: “La música familiar actúa como una especie de mnemotecnia proustiana, provocando emociones y asociaciones olvidadas.”
Juan L. Marcotullio
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