Miles de tucumanos asistieron a la fiesta del turf tucumano. OSVALDO RIPOLL/LA GACETA.
El hipódromo de Tucumán se convirtió, otra vez, en un estadio de pasiones. La edición número 70 del Gran Premio Batalla de Tucumán convocó a miles de personas que, desde temprano, poblaron las tribunas como si se tratara de una final de fútbol. No faltaron camisetas de clubes repartidas por los pasillos (de Boca, de River, de San Martín o de Atlético), pero ninguna correspondía a los protagonistas de la pista. Porque aquí, a diferencia de la cancha, no hay camisetas de caballos ni hinchadas permanentes: la fidelidad se mueve al compás de una apuesta prometedora o de la ilusión que despierta un familiar que corre en la pista. La fiesta del turf tucumano mostró, una vez más, que la devoción puede ser móvil, pero nunca menos intensa.
El aire estaba impregnado de ansiedad. Apenas se cruzaba la puerta de acceso, el visitante se encontraba con una postal única: filas de apostadores con el itinerario de las carreras en la mano, doblado, manchado con tinta de lapicera, con anotaciones que parecían fórmulas secretas. En los pasillos y en las gradas, los murmullos se entrelazaban con un eco que pronto se transformaba en rugido. El hipódromo, vestido de gala, tenía alma de cancha.
La comparación era inevitable. Como en un clásico de fútbol, las tribunas estaban colmadas, la multitud vibraba en cada largada y explotaba en cada llegada. Pero había una diferencia sustancial: aquí no se grita un gol ni se celebran tries. Aquí se alienta al más rápido. La pasión se movía con libertad. Hoy el aliento era para un caballo oscuro, desconocido para muchos; mañana para el favorito que había nacido en un stud local. La camiseta no estaba en la piel, estaba en la apuesta.
Antes del Gran Batalla, la jornada ya había tenido postales inolvidables. Ganó Smilling Nich, en una carrera súper apretada que encendió el fervor de un grupo de mujeres que ya tenían una copa en la mano y que celebraron a los gritos el triunfo del caballo número 6. La escena se convirtió en una de las primeras estampas del día, recuerdo fresco de la reciente victoria en la Copa Carrera de las Estrellas, premio Fundación Equina Argentina. Fue la previa perfecta. Más de uno calificó de “carrerón” aquella exhibición. Un reclamo elevó la tensión, pero no modificó el resultado.
Cada detalle era parte del espectáculo. Un camión hidrante pasó para mojar la pista, la campana sonaba cada vez que los caballos entraban a la gatera, los vendedores ofrecían desde gaseosas hasta vino en cartón, y la multitud se repartía entre el mate y las bebidas alcohólicas. Los niños también tenían su lugar: algunos jugaban con nieve artificial, otros se divertían con pequeños rebenques de juguete. El hipódromo era un mosaico de emociones y costumbres.
El grito, ese latido que atraviesa generaciones, se repitió como un mantra: “¡Vamos, viejo, nomás!”. Retumbaba en las tribunas, en los palcos, en los pasillos. Lo gritaba el apostador veterano que lleva décadas siguiendo al turf, el joven que probaba suerte por primera vez, la mujer que no se pierde una Gran Batalla desde hace años. Era la consigna más auténtica, el eslogan turístico de la pasión tucumana por los caballos. No había necesidad de coordinarlo: brotaba solo, natural, como si el hipódromo entero lo llevara tatuado en la garganta.
Para muchos, la jornada fue también un plan familiar. No resultaba extraño ver a chicos corriendo en la zona cercana al disco de llegada, eligiendo su propio caballo favorito, o subidos a los hombros de sus padres para ver mejor. Esa escena se repitió cuando los pura sangre desfilaron antes de la gran carrera. Mucha gente se agolpó cerca del disco para verlos de cerca. En los pronósticos, Dr. Legasov era el gran candidato. El favorito de los “burreros”.
El clímax llegó con el Gran Premio Batalla de Tucumán. Un aplauso eufórico recibió al brasilero Jorge Ricardo, una de las grandes celebridades de esta edición. La expectativa era total. Pero la recta final rompió todos los pronósticos: fue Suffok el que cruzó primero la línea, dejando a más de uno con la boca abierta. El murmullo reemplazó al estallido, y el festejo fue más apagado que en otras carreras. La sorpresa también tiene su propio sonido.
Las pantallas gigantes ayudaban a seguir cada movimiento y multiplicaban las sensaciones. El relator, con voz vibrante, narraba cada metro con el mismo entusiasmo con el que se canta un gol. El rugido de los cascos de los caballos sobre la pista se mezclaba con el de la multitud, en un coro que ya no necesitaba partituras. Porque aquí no importa la camiseta ni el escudo: aquí se celebra la velocidad pura.
La edición número 70 no fue una más. Fue el recordatorio de que el Gran Batalla es mucho más que una carrera: es un ritual social, cultural y deportivo. Es el encuentro de una provincia consigo misma, con sus tradiciones, con esa forma particular de vivir la pasión. Basta un caballo, una apuesta, una recta final para quedarse sin voz.
Entre aplausos, abrazos y decepciones, la frase más repetida de la jornada volvía a flotar en el aire: “¡Vamos, viejo, nomás!”. Porque en Tucumán, esa consigna no es solo un grito: es la manera de nombrar a la pasión.







