Infancias perdidas en barrios donde la droga manda

04 Agosto 2025

De madrugada, Graciela Céliz marca el 135, con voz temblorosa. No es la primera vez que llama. Su hijo, de apenas 17 años, amenaza con quitarse la vida. También llama a la Policía, sin saber si alcanzará. Ella sola intenta contener un drama que desborda cualquier fuerza individual: la adicción de su hijo, que empezó siendo un estudiante técnico con futuro y terminó atrapado por las drogas, las rejas y la desesperanza.

El relato a LA GACETA de esta vecina del barrio Juan XXIII, más conocido como “La Bombilla”, no es un caso aislado. Es el retrato descarnado de lo que viven muchas familias en barrios vulnerables de Tucumán, donde el consumo problemático avanza sobre la infancia sin freno, y sin respuestas a la altura.

En ese barrio, niños y niñas comienzan a drogarse desde los ocho años. Las esquinas están llenas de adolescentes sin rumbo, fumando lo que llaman “cripy”, una versión barata y muchas veces adulterada de marihuana potente. También circulan pastillas sedantes, “alita de mosca” (residuo cristalino del proceso de cocaína), y otras sustancias peligrosas. Las drogas se consiguen a cambio de una garrafa, una bicicleta, una llanta. La adicción se instala como única certeza en medio de una realidad rota.

Esta vez, los datos oficiales confirman lo que desde hace años se vive a diario en la calle. Un informe elaborado por la Secretaría de Estado de Políticas Integrales sobre Adicciones del Gobierno de Tucumán, presentado ante la Legislatura, identifica a Juan XXIII y a San Cayetano como zonas críticas. El relevamiento abarca de enero de 2024 a mayo de 2025 y habla sin rodeos: aumento del narcomenudeo, violencia asociada al consumo y edades de inicio que bajan hasta los ocho años.

El mismo informe reconoce algo que resulta tan grave como revelador: no hay suficientes recursos humanos ni capacidad operativa para responder a la magnitud del problema. Sin una política pública sostenida, sin inversión seria en prevención, salud mental y acompañamiento social, los esfuerzos quedan reducidos a intervenciones puntuales y desarticuladas.

Sí, hay psicólogos, trabajadores sociales y agentes sanitarios comprometidos. Existen espacios como el Cepla, que recibe adolescentes de estos barrios, y talleres impulsados desde el Ministerio de Desarrollo Social. Incluso hay vecinos como Gustavo Chaya, que convirtió su propia casa en un espacio de talleres y contención. Pero nada de eso puede suplir la ausencia de un plan estratégico, a largo plazo, con presencia real y cotidiana del Estado.

Graciela no busca culpables. Pide ayuda. Pide trabajo. Pide que su hijo tenga una oportunidad. Lo mismo hacen otras madres del barrio, que ven cómo sus hijos, muchos aún en edad escolar, pasan el día en la calle, rodeados por las peores influencias. El consumo no es sólo el síntoma de una adicción, sino también de una falta absoluta de oportunidades.

Sebastián, un adolescente del barrio, lo dice con una claridad que estremece: “Quisiera saber hacer algo”. En esa frase hay más que un deseo. Hay un grito contenido de toda una generación que necesita algo más que promesas. Necesita respuestas.

Hoy, Tucumán tiene datos, tiene diagnósticos y tiene testimonios de sobra. Lo que falta es decisión política. Porque cuando los niños se drogan en la calle, fracasa la familia, sí. Pero también fracasa el sistema, el Estado y la sociedad entera.

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