

En el imaginario cristiano, pocas imágenes resultan tan poderosas como la de Santa Marta montando un dragón completamente sometido. Esta representación iconográfica, que ha perdurado a lo largo de los siglos, simboliza con eficacia la victoria del bien sobre el mal. Pero detrás de esa imagen casi teatral, hay una historia que mezcla religión, leyenda y espectáculo popular.
Marta —nombre que proviene del arameo y significa "señora"— es un personaje del Nuevo Testamento. Hermana de Lázaro y María, era natural de Betania, y en su casa se hospedó Jesús en varias ocasiones. Pero es después de la muerte de Cristo que la figura de Marta adquiere un tinte legendario: según la tradición, la santa viajó hasta Marsella y, más tarde, hasta una región del sur de Francia donde se encontró con un temible dragón.
El relato, recogido por el obispo Santiago de la Vorágine en su famosa Legenda aurea, describe a la criatura como un híbrido infernal: más grueso que un buey y más largo que un caballo, mezcla de pez y animal terrestre, con armadura natural en los costados, dientes como espadas y cuernos afilados. Un auténtico engendro salido de las tinieblas. No obstante, la xilografía que acompaña el relato lo retrata casi como una mascota, más parecido a un perro grande que a una bestia apocalíptica, pese a sus alas, cola y colmillos.
Cuenta la leyenda que Marta, con su fe y carácter, logró amansarlo y cabalgarlo a horcajadas. Desde entonces, el monstruo —que habitaba una ciénaga oscura llamada Nerluc (“lago negro”)— pasó a dar nombre al pueblo: Tarascón, en referencia a la criatura, que fue bautizada como La Tarasca. Y con ella nació una tradición.
Cada año, en la procesión del Corpus Christi, la figura del dragón domesticado recorre las calles acompañada de una mujer que representa a Santa Marta. Con el tiempo, esta figura femenina perdió su carácter sagrado y se convirtió en un personaje casi teatral, capaz de mover brazos y cabeza para interactuar con el público. El espectáculo, entre lo religioso y lo festivo, se transformó en una atracción popular que combinaba estética y sorpresa: desde los ropajes elegantes de los jinetes del dragón hasta los trucos escénicos que hacían salir de sus fauces fuego, cohetes o incluso una mano traviesa que arrebataba sombreros a los distraídos.
Así, el mito de Santa Marta, más allá de su raíz bíblica, se convirtió en una celebración viva del poder de la bondad, transformada en espectáculo. Una historia donde la fe amansa bestias, y el temor se convierte en fiesta.






