En Tucumán, la comida no es un simple acto de subsistencia: es cultura, memoria y vínculo. Las empanadas, los tamales y la humita no solo se comen, se celebran. Se comparten en la mesa familiar, en las peñas, en cada fiesta patronal, en cada encuentro improvisado entre vecinos. Pero en los últimos años, algo se está gestando más allá de la tradición: una escena gastronómica que empieza a consolidarse como una fuerza económica, cultural y creativa.
Hay hechos que nos permiten creer que la provincia ya es un polo gastronómico: la apertura de restaurantes de autor, la consolidación de ferias gastronómicas, el crecimiento de la formación profesional en el rubro y una clientela cada vez más interesada en lo que consume. También hay una generación de cocineros jóvenes que apuesta por innovar sin perder de vista la identidad regional. El recetario popular no se abandona, se reinterpreta.
Sin embargo, como en todo proceso de transformación, también hay tensiones. La identidad gastronómica es un punto de partida, no de llegada. Hacen falta políticas públicas, articulación entre sectores, inversión en infraestructura, promoción regional y visión de largo plazo. Los casos exitosos, como el del Perú, lo demuestran: no se llega a ser una capital gastronómica del mundo de la noche a la mañana. Se requiere planificación, formación constante, y un compromiso conjunto entre el Estado, los productores, los empresarios y los cocineros.
En ese sentido, Tucumán tiene ventajas comparativas que deben ser aprovechadas con inteligencia. Su tierra fértil y su producción local -azúcar, limón, hortalizas, quesos- ofrecen un abanico de insumos frescos y de calidad. Pero también tiene desafíos logísticos y estructurales: mejorar el acceso de esos productos a los mercados internos, fomentar el uso de insumos locales en los restaurantes, y garantizar la rentabilidad de la cadena productiva.
Otro eje fundamental es el vínculo entre quienes producen y quienes cocinan. Eso dinamiza las economías regionales y genera empleo de calidad. Eventos como congresos, festivales y ferias gastronómicas no deben ser vistos solo como celebraciones, sino como espacios estratégicos de encuentro, aprendizaje y construcción colectiva de identidad.
Es cierto que el contexto económico del país impone límites y que la gastronomía no está exenta de esas tensiones. El aumento de los costos, la caída del consumo y la informalidad son obstáculos reales. Pero también es cierto que, en contextos adversos, se han gestado grandes innovaciones. Hoy la provincia tiene en sus manos una oportunidad histórica. Puede consolidar un modelo gastronómico propio, con raíces profundas en su historia y una mirada abierta al futuro. Un modelo que no reniegue de lo tradicional, pero que tampoco se quede detenido en el tiempo. Que valore el sánguche de milanesa y también se anime a reversionar el puchero o a presentar una humita gourmet. Que piense la gastronomía no como lujo para pocos, sino como una industria cultural que genera identidad, turismo y desarrollo.







