“Destroza este libro”

Recibir regalos es una actividad de la que ningún niño se cansa. Recordamos para siempre esos momentos, que eran menos claro ahora dada la compulsividad adulta de regalar. Había en esos días una disyunción maniquea: juguetes o no. En el segundo se incluía el rubro “ropa” y “libros”. Un tercer reino cobarde era el de “plata” que uno no administraba así que era una forma indirecta de “no juguetes”. En estos días hay muchas señales de que el rubro libros, en crisis desde siempre empujado a la creatividad, ha decidido ir por el rubro más feliz pero a la vez se niega a abandonar su condición iluminista. Quiero decir que dos especies en auge que, aunque opuestas, comparten una misma preocupación adulta: que el libro siga siendo importante para los chicos. Una ansiedad civilizatoria, digamos.

En una esquina está el libro juguete. Por caso Destroza este diario”, “Esto no es un libro, ediciones para morder, pintar con el pie o prender fuego simbólicamente. Son libros diseñados para que los niños los intervengan, los modifiquen o directamente los destruyan. El mensaje es claro: la creatividad vale más que la pulcritud. Aunque claro que los pesimistas dirán que lo que se regala, en el fondo, no es libertad, sino una versión domesticada de la transgresión. El libro sigue diciendo qué hacer, incluso cuando invita a rebelarse: “Rasga esta página”, “Ensucia este margen”, “Arrójalame contra la pared”. No hagamos caso.

Tomemos Destroza este diario, de Keri Smith. El título no engaña: cada página es una orden o un desafío absurdo. Pisarla, mojarla, café, pegar cosas que uno encuentra en la calle, romper el lomo de la encuadernación, dejarlo en la heladera por una noche, escribir con la mano que no usamos, llevarlo en el bolsillo hasta que se arrugue. No hay trama, no hay personajes, no hay conocimiento: hay instrucciones para desobedecer, pero siguiendo un programa. ¿Sirve? Sí. ¿Es literatura? No importa. El gesto está en usar el libro como objeto, como superficie. El libro como juguete, pero un juguete que exige una consigna artística cada dos páginas. Claro que uno sigue pensando si el “pon esta pagina en el horno” merece un Cervantes o una estrella Michelin.

En la otra esquina están los libros que quieren acercar a los niños al conocimiento complejo. En la sociedad meritocrática algunos libros son meros “engaña pichanga” para que Carl Sagan ingrese en esas mentes. Por ahí se pasan: Mi primer libro de Física Cuántica, Relatividad para bebés, Baby Kant, Mi primer Quijote. Ilustraciones coloridas, frases breves, y un tono ligeramente irónico. Seamos sinceros: Quantum Physics for Babies no lo escribió un bebé ni lo va a leer uno. De todos modos la infancia no tiene por qué estar vacía de contenido. Pero lo más probable es que el niño tome ese libro de cuántica para bebés y lo chupe, lo rompa, le pegue cosas que encuentra en la calle…

Estos libros hacen algo curioso: convierten teorías inabarcables en frases tipo “la energía viene en paquetes” o “la gravedad dobla el espacio”. A veces, se acompañan de caritas sonrientes, animalitos con gafas, o bebés que explican el principio de incertidumbre con crayones. Sin embargo, por más que les hagan esas tropelías, a los niños les insinúa que algo grande hay detrás. Por más que haga avioncitos con “La antimateria y el perro Bartolo”.

Lo interesante es que estos dos gestos, regalar lo creativo/destructivo o lo instructivo/prematuro, dicen menos sobre el niño que sobre quien regala. Uno disruptivo, permisivo. El otro comprometido, formativo, que educa sin aburrir. Ambos buscan reconocimiento: ante el niño, ante otros adultos, ante sí mismos.

Más allá de lo que haga el niño con el regalo, el regalo es del adulto, no sé si me explico. No se trata tanto de formar lectores como de conservar, en forma de objeto, una fe: la fe en que el libro todavía importa. Que un niño lo tenga entre las manos es mucho. Una confianza en que alguna vez vamos a verlo entrar en el libro como lo hacíamos. Mi mamá me contaba que leía con amigas Cien años de soledad en voz alta, su recuerdo fue parte de mi idea de Cien años de soledad, era el año ciento uno, por asi decirlo. Era el libro que leían en Aguilares.

Porque lo que está en juego no es solo el futuro lector, sino el pasado lector que fuimos. Al regalar un libro, el adulto se recuerda a sí mismo abriendo una página y un mundo. A ese mundo se entra sin recetas, hay muchas formas de entrar, lamentablemente muchísimas menos que las de no hacerlo. Así que nadie puede decir cómo se saca pasaporte para el mundo del libro, la galaxia Gutenberg, quizás sea destrozando páginas. Por algún lado se arranca.

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