
¿Dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?
“A un poeta menor de la antología”, de Jorge Luis Borges,
en el libro El otro, el mismo (1964)
Lo que comenzó siendo una gestión de documentación personal para tramitar la ciudadanía española terminó convirtiéndose en una exploración rayana con una arqueología propia de las ciencias sociales. Un verdadero estudio de los antepasados (muy inmediatos, por cierto) a partir de registros que, a la luz de su rigurosidad, devenían vestigios materiales del pasado.
Dado el carácter personal de la experiencia, resultará ineludible apelar al uso de la primera persona para dar cuenta de lo ocurrido. Los avatares acontecidos en tiempos pretéritos en los Registros Civiles de diferentes distritos, además, terminan redimensionando interrogantes identitarios. Es decir, quienes han transitado larga y arduamente los divanes psicoanalíticos saben que planteos personalísimos de la índole de “¿quién soy?” deben ser consideradas preguntas abiertas, a las cuales llenar de sentido día a día. Sin embargo, frente a las actas de nacimiento de las ramas del árbol genealógico, “¿quién soy?” se convierte en una sagrada inquisición.
En mi caso, mi apellido es el mismo que el de mi abuelo paterno, pero el suyo no es el mismo apellido que el de sus propios hermanos. Y su esposa vivió toda su vida creyendo que su apellido era uno, cuando en realidad era otro.
Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Esto que Borges escribió en su poema “El Golem” determina que esas disparidades en las denominaciones de las familias, antes que esenciales, devienen existenciales.
La maldición
El extremo de la madeja se remonta a dos de mis bisabuelos paternos, que eran mallorquinos. Mi bisabuelo Mateo Cifre, oriundo de Palma, y su esposa, María Artigas, de la localidad de Manacor. Esa ascendencia es la que permite tramitar la ciudadanía española, más que para mí, para mis hijas. Y es también la que arroja una primera sorpresa: el apellido con que fue registrada mi bisabuela María era, en realidad, “Artigues”, según el acta de nacimiento data el 8 de agosto de 1910 en la isla mayor de las Baleares. Tuve la suerte de conocerla y de frecuentarla porque falleció en la década de los 90, cuando yo era ya mayor de edad. Sin embargo, y a pesar de su resiliencia, la recuerdo con una tristeza imperecedera por la oscura maldición de su destino: le tocó enterrar a todos sus hijos. Quizás la muerte no la encontraba porque la buscaba con otro nombre…
“Pero los días son una red de triviales miserias / ¿y habrá suerte mejor que la ceniza / de que está hecho el olvido?”, increpó Borges en su poema “A un poeta menor de la antología”.
Origen huidizo
Los hijos de Mateo y de María fueron esa suerte mejor que el olvido y entre ellos se cuenta a mi abuela paterna: Antonia Cifre. Nació en San Miguel de Tucumán el 25 de marzo de 1929, según da cuenta el doloroso certificado de defunción que registra su partida el 9 de agosto de 1991 (se fue un día después que el cumpleaños de su madre). Sin embargo, su venida al mundo -cómo decirlo- no aparece. O más bien: no figura que ninguna “Antonia Cifre” haya nacido para esa fecha, ni tampoco para las fechas cercanas, anteriores o posteriores, en la “Ciudad Histórica”.
El acta de nacimiento no está. Lo cual detonó una “micro crisis” de angustia familiar. ¿Acaso había una suerte de desagradecida amnesia respecto del cumpleaños de la abuela Antonia? ¿La ceniza del olvido había tornado borroso el día de su venida al mundo? La documentación aventó las dudas: la fecha y el lugar de nacimiento eran los correctos. ¿Por qué no aparecía el acta? A la respuesta la tuvo en el Registro Civil capitalino un empleado amable, perspicaz, predispuesto y, sobre todo, experimentado: se le ocurrió buscarla con “un apellido distinto”. Y entonces, efectivamente, apareció la partida de nacimiento de “Antonia Sifre”. “Pobre mi madre -razonó mi padre cuando supo la novedad-: anduvo así toda su vida sin saberlo”. O como versaba Borges en “El Golem”:
Y, hecho de consonantes y vocales,
Habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
Guarde en letras y sílabas cabales.
Error en la grafía
El esposo de mi abuela Antonia (¿Cifre o Sifre?) fue mi abuelo Camilo Aurane. La suya fue una vida de privaciones. De hecho, un accidente cerebro vascular lo privó de la vida cuando tenía apenas 38 años. Antes, en un Registro Civil de Santiago del Estero, lo habían privado de su apellido completo.
Había nacido el 28 de agosto de 1927 en Suncho Corral, donde le arrebataron la “H” a su identidad. Por caso, una de sus hermanas se llamaba Camel Haurane, porque en el Registro Civil de San Miguel de Tucumán sí la inscribieron como correspondía. Y porque para entonces sus padres, oriundos de El Líbano, probablemente ya se comunicaban en castellano de manera más fluida y eficiente que cuando había nacido el padre de mi padre. O como se lee en “El Golem”:
Tal vez hubo un error en la grafía
en la articulación del Sacro Nombre;
A pesar de tan alta hechicería,
No aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Como Sara y Abraham
Pero las sorpresas no terminan aquí. El expediente que se presenta ante la autoridad diplomática de España requirió también del acta de matrimonio de mis padres. En torno de ese documento opera otro asunto revelador. El domingo pasado, ellos celebraron 52 años de casados (exactamente el doble que los que llevo yo en ese Estado Civil). Sin embargo, esa pretensión es desautorizada por la documentación legal. En el Registro Civil de Juan Bautista Alberdi fue confeccionada un acta matrimonial según la cual ellos contrajeron enlace el 29 de junio… de 1900. Así que, en rigor, acaban de cumplir 125 años de casados.
Dado que tengo 50 años de vida, eso significa que nací cuando ellos llevaban 75 años como marido y mujer. Y como se casaron cuando mi padre (Camilo Carlos Aurane) tenía 23 años y mi madre (Ana María Juárez) tenía 25, la situación los coloca en un antecedente similar al del patriarca Abraham y su esposa Sara, quienes tuvieron su hijo cuando él tenía 100 años y ella 90, según el relato bíblico.
En otras palabras, para encarar un simple trámite de ciudadanía terminé descubriendo que, a fuerza de ser coherentes (en medio de tanta incoherencia documentada), debería llamarme Isaac.
Borges intuía mucho de ello en “El Golem”.
Gradualmente se vio (como nosotros)
Aprisionado en esta red sonora
De Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
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