Por Fernanda Bringas @muy_fer - Producción general
Sol García Hamilton @solchugh - Producción periodística
Esta semana se conoció una noticia que sacudió el mundo editorial y de la moda: Anna Wintour dejará el cargo de editora en jefe de la edición estadounidense de Vogue, puesto que ocupaba desde 1988, para asumir un nuevo rol como Head of Editorial Content de Vogue y mantener su título como directora global de contenidos de Condé Nast.
En otras palabras, no abandona el imperio que ayudó a construir, pero cede el control diario de la revista en Estados Unidos. Será menos visible en las decisiones del día a día, pero conservará el poder de marcar la estrategia editorial global y seguir siendo la gran arquitecta de la visión de Vogue en todo el mundo. Es un movimiento que sugiere más una reorganización del poder que una verdadera retirada, y marca el fin de una forma de liderazgo casi monárquica para dar paso a un modelo más contemporáneo y colaborativo.
Vestido de John Galliano. Foto GETTY IMAGES
Para muchos, este cambio representa el cierre de un capítulo fundamental en la historia de la moda, pero también la confirmación de que Anna Wintour, incluso al apartarse de su escritorio icónico, seguirá definiendo el futuro de la revista y la industria.
La revolución de Wintour en Vogue
Cuando Anna Wintour asumió como editora en jefe en 1988, Vogue ya era una institución respetada, pero sus portadas seguían un formato previsible y algo estático: grandes primeros planos de modelos profesionales, con maquillaje impecable, tomadas en estudio con fondos neutros. En otras palabras, la moda debía ser perfecta y distante.
Wintour rompió con esa rigidez desde el primer número que dirigió. Eligió para la tapa a la modelo Michaela Bercu vistiendo alta costura en la parte de arriba con unos jeans, fotografiada al aire libre, con luz natural. La sesión fue realizada por Peter Lindbergh, el reconocido fotógrafo alemán famoso por su estilo naturalista y cinematográfico. Fue toda una revolución en un medio que rara vez salía del estudio.
Esa decisión no solo introdujo locaciones reales en las producciones, dándoles un aire más narrativo y cinematográfico, sino que cambió la actitud de las modelos frente a la cámara: podían sonreír, moverse con más naturalidad y contar una historia.
El riesgo era enorme. Cuando presentó esa portada al equipo, Wintour fue directa: “Si no funciona, me despiden. Pero si funciona, cambiará la revista para siempre.” Funcionó. El número vendió bien y sentó las bases de su reinado: el mandato de evolucionar constantemente.
Además, Wintour impulsó la inclusión de actrices, cantantes, atletas y personalidades de la cultura pop en las portadas. Era una jugada audaz para la época: acercaba la moda a un público más amplio, haciendo de Vogue no solo una revista de pasarelas, sino un manual aspiracional de estilo de vida. Bajo su liderazgo, la moda dejó de ser sólo para insiders y se transformó en una narrativa visual que mezclaba glamour y cotidianidad, invitando a soñar, pero también a identificarse.
Esa filosofía redefiniría para siempre la industria editorial. La portada de Vogue se volvió mucho más que una imagen bonita: se convirtió en un evento cultural que marcaba tendencias y generaba conversación. Fue este cambio de mentalidad el que consolidó a la revista como la autoridad definitiva en el mundo de la moda y convirtió a Anna Wintour en la editora más influyente de su tiempo.
La mirada que podía consagrar (o arruinar) una carrera
Uno de los rasgos más poderosos del legado de Anna Wintour fue su capacidad para descubrir, respaldar y consolidar el talento en el momento justo. No se limitaba a elegir fotos o vestidos: era capaz de cambiar el destino de un diseñador con una sola decisión editorial o un contacto estratégico.
Uno de sus casos más citados es el de John Galliano. A mediados de los años 90, Galliano —aunque considerado un genio por la crítica— estaba en crisis financiera, sin recursos para producir su colección. Wintour intervino de manera decisiva: lo ayudó a conseguir inversores, incluyendo a André Leon Talley, y organizó un desfile en la casa de un millonario amigo de Vogue. Esa colección salvó su carrera y lo catapultó a la dirección creativa de Givenchy, y luego de Dior.
Con Alexander McQueen ocurrió algo similar. Cuando el joven diseñador británico ganó notoriedad por sus propuestas audaces y teatrales, Wintour lo convirtió en favorito de la revista, publicando sus colecciones con despliegues espectaculares. Lo apoyó incluso cuando sus desfiles generaban polémica, y fue clave para su elección como sucesor de Galliano en Givenchy.
En el caso de Tom Ford, su intuición fue igual de afilada. A mediados de los 90, Gucci estaba en crisis. Ford fue nombrado director creativo y revolucionó la marca con un estilo sexy y provocador. Wintour respaldó su visión sin titubeos, asegurando cobertura constante en Vogue y convirtiéndolo en un nombre familiar incluso para el público general. Esa alianza transformó a Ford en uno de los diseñadores más influyentes de su generación.
Marc Jacobs también fue un beneficiado de su ojo clínico. Cuando presentó su infame colección de “grunge de lujo” para Perry Ellis —que le costó el despido— Wintour fue de las pocas voces que lo defendió. Siguió respaldándolo durante su ascenso en Louis Vuitton y ayudó a consolidarlo como un referente global.
Lo notable no era solo que Wintour eligiera a estos talentos: era cómo se comprometía con su éxito. Les daba páginas en la revista cuando nadie más lo hacía, los conectaba con compradores e inversores, y legitimaba su estética frente a un público mucho más amplio.
Este poder para coronar o arruinar carreras no estaba exento de tensiones. Su influencia era tan temida como respetada, y los diseñadores sabían que un mal paso podía significar el fin de su relación con Vogue y un golpe mortal a su prestigio comercial.
El resultado fue una era en la que la revista no solo documentaba la moda: la creaba, la financiaba y la dictaba. Y en el centro de ese sistema estaba Anna Wintour, con su ojo clínico, su habilidad política y su determinación implacable para moldear la industria a su imagen.
La cultura pop la inmortalizó
El mito de Anna Wintour no se construyó solo en las redacciones o en las pasarelas: también se consolidó en la cultura popular, donde su figura se volvió sinónimo de poder y disciplina. La prueba más famosa es “El diablo viste a la moda”, la exitosa película de 2006 protagonizada por Meryl Streep como la temible Miranda Priestly.
Lo que pocos recuerdan es que la película está basada en el libro homónimo de Lauren Weisberger, publicado en 2003. Weisberger fue asistente de Wintour en la vida real y transformó sus experiencias —aderezadas con bastante ficción— en una novela que se convirtió en best seller. Su retrato de una jefa exigente, fría y de gustos impecables hizo imposible no ver a Wintour en cada página y, más tarde, en cada fotograma.
Met gala 1995. Foto GETTY IMAGES
La película amplificó el mito de la editora todopoderosa que podía hundir carreras con un gesto o un comentario irónico. Streep construyó un personaje inolvidable: distante, afilada, casi sobrehumana en su dominio del detalle y su crueldad elegante. El diálogo en que corrige a la protagonista sobre el “celeste” se volvió icónico, convirtiéndose en una pequeña lección sobre el poder invisible que la moda —y editores como Wintour— tienen para decidir lo que todos vestimos sin siquiera notarlo.
Aunque Anna Wintour siempre intentó distanciarse de la comparación, asegurando que “no soy tan mala”, lo cierto es que se apropió con gracia del mito. Fue al estreno de la película luciendo un diseño de Prada, como si celebrara con ironía la broma que la convirtió en leyenda. En lugar de negarlo, dejó que el personaje de Miranda Priestly reforzara su marca personal: la de la mujer más influyente -y más temida- de la moda mundial.
Ese momento selló algo más grande: Anna Wintour trascendió su puesto para transformarse en un ícono pop. No solo dictaba qué se usaba en cada temporada: inspiraba libros, películas y hasta chistes que la mantenían, para bien o para mal, en el centro de la conversación global sobre el poder, el gusto y la ambición.
El Met Gala: de evento aburrido a la alfombra roja más poderosa del mundo
Si hay un legado que simboliza como ningún otro la visión de Anna Wintour, es la transformación de la Met Gala de una cena de beneficencia casi predecible en el evento de moda más esperado y comentado del planeta.
Antes de su intervención, la gala era un acontecimiento social importante en el calendario neoyorquino, pero con un perfil relativamente discreto: una velada elegante para recaudar fondos para el Costume Institute del Metropolitan Museum of Art. Aunque contaba con la presencia de figuras influyentes, tenía un aire formal, casi rígido, que no llamaba demasiado la atención fuera de ciertos círculos exclusivos.
Wintour vio allí un potencial enorme. Decidió reinventar la gala por completo, aplicando la misma visión editorial que transformó Vogue. Bajo su mando, cada edición pasó a tener un tema conceptual elegido con cuidado, alentando a diseñadores y celebridades a crear atuendos dramáticos, teatrales y llenos de significado. De pronto, la alfombra roja dejó de ser un desfile elegante pero predecible y se convirtió en un espectáculo visual donde cada look contaba una historia, generaba conversación y elevaba la moda al rango de arte.
Su control sobre la lista de invitados fue otra pieza clave del cambio. Asistir al Met Gala dejó de ser un simple gesto de status social para convertirse en un privilegio que requería su visto bueno personal. Actores, músicos, deportistas, modelos y personalidades políticas compartían mesa, pero solo si se ajustaban a la narrativa que ella quería construir. Esa curaduría tan estricta reforzaba la exclusividad del evento y aseguraba que cada año la gala fuera un reflejo cuidadosamente orquestado del quién es quién en la cultura global.
Su olfato para la relevancia mediática convirtió la gala en un fenómeno viral antes de que existiera siquiera la palabra “viral” en el sentido actual. Los looks de la alfombra roja se analizaban al detalle, se convertían en memes, inspiraban colecciones futuras y llenaban horas de televisión y kilómetros de texto en prensa y redes. El evento dejó de ser una velada para ricos filántropos y pasó a ser la pasarela más importante del año.
Bajo la dirección de Wintour, el Met Gala se transformó también en una fuente esencial de financiamiento para el museo. Se estima que llegó a recaudar decenas de millones de dólares por edición, consolidando su papel como el evento benéfico más rentable para el Metropolitan. Esa capacidad de conjugar filantropía, espectáculo y negocio reflejaba su estilo de gestión editorial: todo debía ser cuidadosamente planeado para maximizar el impacto cultural y financiero.
Hoy, resulta casi imposible pensar en la Met Gala sin su firma. Su nombre está tan ligado al evento que es habitual que la prensa hable de “la lista de Anna” o “las reglas de Anna”. Y aunque su nuevo rol en Condé Nast la aleje un poco del día a día de Vogue, nadie duda de que seguirá teniendo la última palabra sobre el evento más esperado del calendario de la moda.
A todo esto, ¿de dónde salió Anna Wintour?
Para entender el fenómeno Anna Wintour hay que ir mucho más atrás que sus años en Vogue. Nacida en Londres en 1949, creció en el corazón de una familia vinculada al periodismo y la cultura. Su padre, Charles Wintour, fue editor del Evening Standard, un diario londinense de gran circulación, y según su biografía y diversas entrevistas, fue él quien le transmitió la disciplina y la mirada estratégica para trabajar en medios. Varias crónicas periodísticas destacan que Charles le enseñó la importancia de entender para quién se escribe y cómo adaptarse a los cambios del público.
Desde muy joven, Anna mostró un estilo propio y cierta rebeldía. Según reconstruyen perfiles y notas de época, abandonó la escuela secundaria a los 16 años para buscar experiencia directa en el periodismo de moda. Comenzó su carrera en Londres, trabajando en revistas como Harper’s & Queen, donde ya era conocida por su ojo agudo para las tendencias y su carácter decidido. Su fama de ser directa y exigente la acompañaría toda la vida.
Su salto a Estados Unidos llegó en los años 70. En Nueva York trabajó en Harper’s Bazaar, aunque no duró demasiado: su estilo editorial demasiado vanguardista no convenció a los jefes de la época. Sin embargo, esa etapa fue formativa: se familiarizó con la cultura estadounidense y empezó a construir la red de contactos que le permitiría volver con más fuerza.
En los años 80, se consolidó en Condé Nast. Primero dirigió Vogue UK, donde dejó en claro su intención de modernizar la publicación y darle un tono más joven y arriesgado. Su éxito allí llamó la atención de los directivos en Nueva York, quienes finalmente la invitaron a asumir el puesto más codiciado de todos: editora en jefe de Vogue Estados Unidos en 1988.
Su estilo personal también contribuyó a forjar el mito. Biografías, documentales y entrevistas coinciden en que su flequillo geométrico casi inalterable, sus vestidos de diseñador perfectamente elegidos y sus enormes anteojos de sol no eran un simple capricho de moda. Eran parte de un uniforme calculado para proyectar autoridad y mantener el misterio. Según ha explicado ella misma en distintas ocasiones, los lentes oscuros funcionan como una barrera: permiten que nadie adivine sus reacciones.
En el fondo, ese estilo era también una declaración de intenciones: la moda podía ser arte, negocio y comunicación estratégica, pero sobre todo, era poder. Anna Wintour no solo vestía la ropa más exclusiva del mundo, la convertía en historia.
En definitiva, su historia antes de Vogue muestra a una mujer que combinó herencia periodística, visión comercial y un instinto implacable para el poder. Cuando llegó a la cima de la revista más influyente del mundo, ya estaba preparada para hacerla suya.







