Por Juan Ángel Cabaleiro
Para LA GACETA - TUCUMÁN
Igual que en los velorios, donde todos perdonan al difunto y se reconcilian, por el funeral político y judicial de Cristina Kirchner desfiló en estos días una cohorte de dirigentes cariacontecidos y formulariamente indignados, depositando al paso su óbolo piadoso de solidaridad y conmiseración; nada demasiado enfático, solo para cumplir, y retomar luego sus tareas frotándose las manos y con la conciencia tranquila. Por un momento dejaron de lado las rencillas y se impuso el pobre Cristina, cómo la vamos a abandonar en este momento. Y todo derivó en una inesperada inyección de euforia que ilusionó a algunos con un resurgimiento glorioso del peronismo. Pero no: se trata, auscultan otros, de una recuperación engañosa: la lucidez terminal que aparece antes del hundimiento definitivo. Otra señal de la extinción de una época.
La tarde
Comenzó con ella, en la puerta del PJ, rascando el fondo de la olla setentista y repartiendo las magras raciones en un discurso encendido, nostálgico, sentencioso y aleccionador, un relato de la historia nacional que confluye indefectiblemente en ella. Alimentando una épica desvaída ante un público que coreaba el breviario completo de la ortodoxia revolucionaria: «A pesar de esto y de aquello… ¡no nos han vencido…! Cristina, Cristina corazón / acá tenés los pibes para la liberación…». Liberación de qué, o de quiénes no queda muy claro, tal vez del imperialismo, o de la Corte Suprema, pero no importa demasiado, porque es solo una metáfora, no vayan a creer. O el clásico «aquí están, estos son, los soldados de Perón…», que habrá escuchado tantas veces de joven, desde la vereda de enfrente; un revival triste, con la euforia amortiguada por la derrota, o macabro, si pensamos en los pibes que tiempo atrás dieron y quitaron la vida como auténticos Quijotes, luchando contra molinos de viento. Y Cristina los mira, micrófono en mano, y les agradece tanta predisposición metafórica, tanta alegoría revolucionaria de un sacrificio simbólico.
La noche
Y más tarde, ya en su departamento del barrio de Monserrat, mientras cierra la doble persiana de la habitación que da a la calle San José y se abandona descalza sobre la cama, abrumada y en penumbras, la doctora Cristina Fernández de Kirchner piensa antes de dormir: Vencen los gorilas, los fachos vencen. Yo, que encarcelé a los militares de la dictadura, que otorgué la Asignación Universal por Hijo y los planes sociales. Yo, que repartí computadoras a los estudiantes y sembré de escuelas y hospitales la entera dimensión de la patria, ahora viviré entre rejas... Ya me hundo en el sueño y de la calle me llega la maravillosa música de los cánticos y el humo remoto de los choripanes. Oigo pasos en el corredor, pero no se detienen junto a la puerta. Son los periodistas, que me acosan. Pronto, en apenas unos días vendrán ellos, mis enemigos, armados con legajos, sentencias y dictámenes, y entonces el destino se cernirá sobre mí, inapelable. Ahora, el sueño ya está aquí, y dejo que me arrastre…
La tristeza
Mientras tanto, afuera, el viento gira en el cielo y a los cánticos más tristes de la noche les sigue una larga y agotadora vigilia inútil, porque la suerte está echada. Durará hasta el amanecer, o tal vez días o semanas enteras, porque es inmensa la noche de los oprimidos, como la tristeza, y más inmensa sin ella. En el balcón, las miradas la buscan, pero ya se ha dormido... Y ellos, los más fieles, los que no se contentan con habérsela perdido, seguirán esperando allí, infatigables: son los «grasitas» que hicieron largas colas a la intemperie para entrevistarse con Eva Perón en el Ministerio, los obreros de la Resistencia que velaron el imaginario cuerpo de Evita en las veredas de Buenos Aires, la militancia que peregrinó a la casa de la calle Gaspar Campos para ver a Perón en el 73... El pueblo peronista de ayer, de hoy y de siempre: con lágrimas en los ojos, obnubilados e incrédulos, eternamente agradecidos, indemnes ante la noche, el frío, la lluvia y los argumentos.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.