
Pablo Wright analiza los serios problemas de seguridad vial que padece el país a partir de una mirada antropológica. Ha estudiado -y publicado- mucho sobre el tema. Al mismo tiempo, habla desde su condición de conductor en las caóticas ciudades argentinas, por lo que le caben las generales de la ley. Lo cierto es que su aporte desde las ciencias sociales profundiza el estudio de las conductas individuales y colectivas, pone énfasis en el peso de los discutibles valores que maneja hoy la ciudadanía y no ahorra críticas al rol del Estado.
El miércoles estará en la provincia, en el marco de las actividades que organiza Meta Tucumán. Precisamente, al referirse a las ONG, Wright las considera una suerte de reserva moral, capaces de mediar entre la sociedad y las autoridades, a la vez que asumen responsabilidades de educadoras.
De todos estos temas habló con LA GACETA, siempre volviendo sobre un concepto básico: es imprescindible establecer y aplicar políticas públicas que le pongan fin a tanto desorden.
- Pasa el tiempo y hay problemas de fondo que no se solucionan en materia vial. ¿A qué lo atribuís?
- Es una cuestión compleja, no hay una sola cosa. El Estado no ha tenido una política pública clara en temas de seguridad y de educación vial; las provincias y los municipios tampoco. Entonces lo que sucede en términos de política pública es que cuesta disciplinar a los ciudadanos para modificar las conductas que generan siniestros o condiciones para los siniestros viales. ¿Por qué? Porque no hay un rédito político. Es decir que piensan más en los votantes que en el cuerpo vital de los ciudadanos. Esa es la lógica egoísta que estamos viendo: funcionarios que no están al servicio de los ciudadanos, sino cuidando potenciales capitales políticos.
- Pero se hacen campañas de educación vial. ¿Por qué fallan?
- Porque son campañas inarticuladas, temporarias y dependen de los intereses políticos. Es decir que el interés político va por encima del interés ciudadano en la Argentina; creo que los ciudadanos no nos quejamos lo suficiente porque la cultura política es muy jerárquica. El que está arriba hace lo que quiere, mueve la perilla. Falta la presión de la sociedad. En este caso las ONG, como Meta o Luchemos por la Vida, son como el colchón entre el ciudadano y los Poderes del Estado. Falta también poner las cartas sobre la mesa y asumir la autocrítica de cómo manejamos, de cómo nos conducimos como peatones y conductores; y aceptar que el Estado tiene el poder del control y de la coerción. Por eso la multa es importante, pero tiene que ser pedagógica, no recaudatoria.
- ¿Y cómo funciona en la realidad?
- Hicimos una investigación en pueblos y ciudades de la Provincia de Buenos Aires para la Defensoría provincial y en pueblitos de 10.000 habitantes nos decían: “¿cómo vamos a sancionar a don Francisco o a doña Rosa si los conocemos?” Se confunde el nivel de la relación personal con la función de autoridad y de gestión. Es un hecho argentino que se reproduce, no se apunta a modificar la conducta de los ciudadanos que están haciendo algo que no corresponde por un cálculo de rédito político, en vez de pensar en el servicio de educar a esos ciudadanos. Porque las normas están, pero no se aplican.
- ¿Por qué?
- Pasan muchas cosas. Una es que la educación para la seguridad vial es incompleta e ineficiente. Al mismo tiempo es difícil estar en una sociedad transgresora de todas las normas, mientras el ciudadano se siente como un enemigo al que le quieren sacar plata en el afán de recaudar. Uno genera estrategias de antidisciplina, como diría Michel Foucault, y entonces jugamos el juego de la calle. Creo que el Estado, en todas sus dimensiones, no ha podido o no ha querido achicar la distancia entre la práctica y la norma. Lo vemos en Tucumán, en Salta, en Bariloche o en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
- ¿Dónde nace esta tendencia transgresora que vemos de forma permanente en la calle?
- Hay un conjunto de hábitos viales que vienen desde hace mucho tiempo y son parte del valor de la sociedad. Por ejemplo, que un joven vaya rápido en la moto o en cualquier vehículo es algo valorado positivamente por la sociedad; entonces hay que hablar de eso. Por favor, alguna vez pongamos esos temas sobre la mesa, hablemos de las transgresiones y de los valores asociados con muchas de ellas: no usar el casco para que se vea la cara del que maneja la moto o acelerar para que todos vean que vas rápido. El de la rapidez es un valor social, sobre todo de los más jóvenes y del capitalismo: mientras más rápido, mejor; entonces es difícil contrarrestar eso.
- ¿Es un tema que forme parte del análisis de quienes trabajan en estos temas?
- Muchos legisladores y funcionarios públicos se quedan en la normativa abstracta porque en realidad hacen un mal diagnóstico del problema. El diagnóstico es algo muy complejo que ya es parte de la cultura y la cultura es algo dinámico que se va a reproducir a lo largo del tiempo. Entonces hay que intervenir en los lugares de reproducción de los valores, para encaminarlos hacia algo más positivo, pero al mismo tiempo tener la fuerza del orden.
- Valores que también se extienden a quienes deben ejercer los controles…
- Ahí hay historias relacionadas con los malos sueldos y con el afán de recaudar; sucede y no es algo nuevo. Por eso son importantes las capacitaciones en moral pública y en trabajo ciudadano con las fuerzas del orden. También los bomberos pueden ayudar un montón en eso y sobre todo las asociaciones de víctimas, que todo el tiempo nos tocan a la puerta y nos dicen: “ojo, nosotros somos la reserva moral para bancar esta política pública que puede molestar a los ciudadanos, y es para que no les pase lo que nos pasó a nosotros”.
- ¿Cómo cambiar conductas que están tan enraizadas?
- A un joven le podés decir: “mirá que si vas a tomar mucha cerveza y tenés tanto alcohol en la sangre no vas a poder controlar el auto”. Pero como se siente inmortal la sociedad tiene que educarlo, a él y a la familia, porque eso es lo que corresponde. Si tenemos valores asociados con ser piola, chupar y ser feliz, estamos complicados. Para un problema complejo la solución es compleja y va a tener que alterarse la conducta social. Eso es muy problemático, pero contamos con la reserva moral para implementar estas políticas, que son las asociaciones de familiares de víctimas.
- Entran en juego cuestiones ligadas con la realidad social. ¿Cómo lo analizás?
- Debemos ser conscientes de que a la conducta vial la aprendemos de la familia, de lo que vemos en nuestro entorno. Si nadie usa casco, a mí no se me va a ocurrir usarlo. Si vengo de una familia que pasó de la bicicleta o del caballo a la moto y no me dicen que hay que usar casco, que hay una edad reglamentaria por seguridad y un reglamento que dice quiénes y cuántos pueden ir en la moto, entonces la gente va a hacer lo que puede con lo que tiene. De eso hay que hablar también y mucho, porque está la estructura de desigualdad social y económica en la Argentina y eso genera valores de estatus. Las autoridades tienen que hablar con quienes producen el casco y con quienes venden la moto; entonces el casco tiene que ser parte de la moto y no parte de la cabeza del motociclista.
- ¿Cuál es la conclusión?
- A la verdadera libertad hay que complementarla con un poco de disciplina, aunque suene militar. Pero hablamos de la buena disciplina. Lo que pasa en la Argentina es que las políticas públicas son enlatados importados de otro lado, porque la gente no quiere hacer la investigación propia, incluyendo a la universidad pública y en eso me hago cargo. Tenemos el problema de canalizar los conocimientos a problemas concretos hablando, siendo pedagógicos y con la humildad necesaria. Yo estudié todo lo que vos quieras, pero soy como cualquier ciudadano argentino. No me paso los semáforos en rojo, pero a veces me mando alguna que otra. Creo que necesitamos aplicar políticas públicas interesantes para nuestra idiosincrasia nacional y también si quieren provincial.
- Dentro del concepto de antropología vial con el que trabajás, hablás de cuerpos peatonales y cuerpos metálicos. ¿Cómo es esta cuestión ontológica?
- Cuando empezamos a caminar, y después a andar en triciclo y en bicicleta, aprendemos rutinas corporales, entonces nuestra identidad se funde un poco con ese triciclo o con esa bicicleta. Luego puede ser una moto y ahí ya hay un motor, hay muchos fierros; pasa a ser un objeto de estatus que nos marca un lugar en la sociedad. El auto es más importante aún para ese estatus, porque tiene más contenidos simbólicos. En cierto modo nos vemos como en esos animés -“Evangelion” o “Titanes del Pacífico”-, donde una persona se mete en los monstruos gigantes y se conecta la conciencia con la máquina. Es un modo de analizar cómo nos comportamos en la calle adentro de un vehículo: nosotros somos el vehículo, es como que se expande el ser a todo el vehículo. Por eso si alguien nos roza un cachito o se nos pone adelante reaccionamos de una forma desmedida: es porque en realidad nos están tocando el ser.
- ¿Cómo se estructura esto en la calle?
- Este comportamiento, estos desplazamientos o coreografías, como lo llamamos nosotros, es como un juego social que jugamos en función de dónde estamos. Si nos vamos de Tucumán a Montevideo o a Santiago de Chile, el juego es un poco diferente. Al principio estamos a los ponchazos, hasta que entendemos ciertas pautas. Si estás en Montevideo debés frenar en el cruce peatonal sin semáforo porque el peatón tiene derecho, como en todo el mundo, pero en la Argentina eso no ha permeado en un comportamiento social.
El protagonista, una voz experta
Pablo Wright es licenciado en Ciencias Antropológicas (Universidad de Buenos Aires), Master y Doctor en Antropología (Temple University) y posdoctorado en el Center for the Study of World Religions (Universidad de Harvard). Se desempeña como Investigador Superior del Conicet y Director de la Sección Etnología del Instituto de Ciencias Antropológicas (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). También es profesor regular titular de la cátedra de Antropología Sistemática III (UBA).