
NOVELA
DEMASIADO LEJOS
EDUARDO SACHERI
(Alfaguara - Buenos Aires)
De las muchas huellas psíquicas que las Malvinas imprimen en el inconsciente colectivo de los argentinos, Eduardo Sacheri explora a fondo una tan profunda como poco abordada: la angustia. Ese es el paisaje de fondo de Demasiado lejos, la novela que acaba de publicar Alfaguara, y que gira en torno de la guerra de 1982. Pero la acción del texto no transcurre en las islas sino, como el título anticipa, en una geografía remota con respecto al archipiélago. Todo ocurre en Buenos Aires, a 1.900 kilómetros de Puerto Argentino. Porque en la obra del escritor argentino, que sigue enseñando Historia en un secundario de Ramos Mejía, en La Matanza, la angustia es la de quienes se quedaron.
Euforia. Inquietud. Desolación. Esos son los nombres de las tres partes en que está organizada Demasiado lejos. ¿Quiénes atraviesan esos tres estadios? En eso consiste la prosa notable de Sacheri. Porque la variedad de personajes es tan vasta que bien podría responderse: “todos”.
Esos estados de ánimo se respiran en las mesas del bar “Asturias”. Especialmente en las que ocupan cuatro parroquianos que son los clientes habituales. Uno de ellos, Alessandri, es un fanatizado defensor de la dictadura. Weissman es un sardónico contradictor. Un tercero es Solano, un humanista consumado, pero que vive y deja vivir. El cuarto de ellos, Cullen, es un hombre tranquilo, con una inofensiva obsesión por los cálculos: desde la cantidad de fósforos que necesita por año hasta la cantidad de personas que caben en una movilización en la Plaza de Mayo. Hay un quinto protagonista, aunque secundario en la dinámica de ese grupo: Alonso, el dueño de un bar. De origen español. Que habla poco, pero lo suficiente. Por ejemplo, para decirse a sí mismo que sus clientes no tienen ni la más remota idea de lo que significa verdaderamente la guerra.
La “argentinidad”
La dinámica de relaciones de ese grupo es una metáfora a microescala de la “argentinidad” cotidiana de aquel entonces. Cada uno deviene estereotipo de un sector de la sociedad. Alessandri es el típico exponente de un conjunto de personas que podrían nuclearse en una corriente política denominada “Agrupación Justificamos Todo”. Incluso, los horrores. No le importan mucho las razones y cuando estalla el conflicto, el triunfalismo y el revanchismo lo tornan insoportable. Reclama “patriotismo” a los que advierten que no es sensato embarcar al país en un conflicto armado, mucho menos contra una potencia militar asociada al resto de las potencias occidentales en la OTAN. Insulta a sus objetores y hasta lleva a otros “acólitos” al bar para que sus bravuconadas tengan respaldo. Tras la derrota, la patota se esfuma. Alessandri también.
Solano se mantiene irreductible en sus cuestionamientos contra el régimen de facto. Pero Weissman no. En un momento parecerá dejarse convencer por el nacionalismo maniqueo de Alessandri y eso lo distanciará de Solano. Cullen, al principio lateral, terminará teniendo un papel central: obsesionado por encontrar la explicación de los secretos mecanismos de las cosas mediante el cálculo, acude a un establecimiento educativo, consulta un mapa detallado de las islas y, a partir de esos datos, monta un improvisado plano en una mesa del “Asturias”. Allí va mostrando el avance del enemigo sobre Puerto Argentino. Eso dirá mucho más que las palabras.
También está Carlitos, el hijo de Carlos y de Marisa. Ella tiene un hermano, Alfredo, que es un encumbrado oficial de las Fuerzas Armadas y la odia a ella y a su marido. No tolera que su cuñado haya progresado económicamente siendo apenas un martillero público que forjó una inmobiliaria. En realidad, no soporta que sea inexplicable la manera en que él, con un sueldo de oficial, haya acumulado los bienes que ostenta. Cuando compró el caserón donde vive invitó a toda la parentela. Dejó de hacerlo cuando Carlos y Marisa adquirieron una vivienda más grande. Y más linda. Y los acusó de provocadores y de envidiosos, aparentemente sin saber que estaba hablando de él mismo.
Marisa se ha hartado de intentar querer a su hermano. “Alfredito” es un narcisista perverso y cuando murieron sus padres se quedó con esa casa. Carlos, su cuñado, aprendió temprano a aborrecerlo. Militante del radicalismo, aprovechaba cada oportunidad para dejar a “Alfredito” en evidencia: su patrimonio era tan inconsistente como el “relato” oficial sobre los desaparecidos. Marisa, sin embargo, más que la hermana de Alfredo es la mamá de Carlitos. Y se humillará, primero, cuando a su hijo le tocó hacer el servicio militar en el mismo destacamento donde estaba su tío. Y después, cuando al chico, que es clase 1962, lo mandan a Malvinas, igual que a su tío. Porque aunque los hermanos se detestan mutuamente, vienen del mismo vientre. Y sus familias, en definitiva, “son familia”. Así que Marisa asume que Alfredo no puede ser un mal parido. ¿No puede?
La historia de esa familia se cruza, tangencialmente, con la de Magalí, la hermana del “Conejo”. En la “colimba”, el “Conejo” hizo dos amigos inseparables. Uno es Carlitos, el hijo de Carlos y Marisa. El otro es Antonio, huérfano y oriundo del interior de Santiago del Estero. Ahora duerme y trabaja en el taller mecánico que el “Conejo” y su papá, Hugo, tienen en Buenos Aires. Antonio es educado, agradecido y ordenado. Y, en secreto, es el novio de Magalí. El “Conejo” les ha aclarado a sus amigos que su hermana es “sagrada”, así que se trata de una relación prohibida. Pero entre la adrenalina de la clandestinidad, y las urgencias de las hormonas de la adolescencia, Magalí está perdidamente enamorada de Antonio. Y ese amor es recíproco. Pero como nada bueno puede germinar a la sombra de las dictaduras sangrientas, a Magalí el corazón se le estrujará no una vez, sino dos veces. Al igual que Carlitos, el “Conejo” y Antonio también serán enviados a la guerra.
La incomunicación, entonces, se agrava: ella nunca sabe cuándo llamará su hermano desde las islas y, como agravante, el único teléfono de la cuadra es el de una vecina mayor de edad. A eso se agrega que Antonio no puede llamarla. Hasta que un día lo hace... Pero ese no es el único conflicto de Magalí. Debe acompañar a su mamá a los cuarteles por los que deambulan como almas en pena, y bajo la lluvia, tratando de arañar noticias sobre lo ocurrido. Y debe lidiar con su padre, Hugo, que parece ajeno. Y hasta negacionista. Tiene actitudes como las de sacar un fajo de dinero para donar al “Fondo Patriótico”, a pesar de que, semana tras semana, a su esposa le deja lo justo -y menos- para “las cosas de la casa”. Y tiene el ritual de renegar a los gritos cuando le piden más dinero.
Atisbos entre cocinas
Otra es la historia del mozo de la Casa Rosada, Ascasubi, y del cocinero, Juárez. Son testigos de fragmentos de cuanto ocurre allí. Tienen acceso a los despachos sólo para servir café. En esas ocasiones tienen contados minutos para escuchar lo que se habla y para atisbar de reojo los gestos de los uniformados. No tienen la película completa, pero captan lo suficiente como para saber que los Estados Unidos no van a estar del lado argentino del conflicto. También unos pocos flashes de la Plaza de Mayo les bastan para tener un termómetro no sólo de la sociedad sino de la suerte de los dictadores. Tres son las “plazas” que pasan ante sus ojos, tras los visillos de las ventanas de la Casa Rosada. La de finales de marzo de 1982, escenario de la primera protesta contra los perpetradores de delitos de lesa humanidad que se hicieron del poder seis años antes, mediante el golpe del 24 de marzo de 1976. Están lo más escondidos posible, no sea que alguien vaya a “buchonear” (verbo tan querido por los golpistas…) que había empleados viendo la protesta. En esa manifestación denuncian secuestros, torturas, asesinatos, robo de bebés y demás horrores violatorios de los derechos humanos. Una bomba de estruendo estremece los cristales y los decide a retirarse.
La segunda “plaza” ocurre apenas unos pocos días después. Está más llena que la anterior. Y esta vez no hay camiones hidrantes ni gases lacrimógenos ni gente a las corridas. Porque esta es una marcha de apoyo al “Proceso”: en una sola oración, es la movilización de “¡Recuperamos las Malvinas!”. Ahí, Ascasubi y Juárez no están preocupados por ocultarse, sino por el hecho de que los jerarcas quieran café y no lo tengan. Porque en la dictadura se tenía miedo aun cuando había fiesta en Casa Rosada.
La tercera “plaza” se llena en junio. Es la que detona la rendición de las fuerzas argentinas en Malvinas. Es la de “Volvimos a perder las islas”. En esa están todos los que se manifestaron en la primera (los familiares de las víctimas, los representantes sindicales y políticos que no transaron, los ciudadanos con conciencia del oprobio…), pero también están los otros. Los argentinos del “mejor no te metas” y del “algo habrán hecho” a los que los invade el desengaño. Y también los que apoyaron la dictadura, justificando todos sus excesos, y que ahora marchan despechados.
Distorsiones
En la nueva fauna que ocupa la sede del Poder Ejecutivo Nacional aparece Molinero, un oscuro capitán que viene de una familia de almaceneros del interior bonaerense y decidió que la carrera militar sería su vía de ascenso social. Se casó con una mujer de mejor posición con él y siempre se siente en desventaja con ella. Llega a la Casa Rosada a deambular sin tarea fija. Ni siquiera oficina. Hasta que comienza a intervenir con ideas respecto de cómo comunicar lo que hace el Gobierno. Progresivamente va escalando posiciones. Propone estrategias, escribe discursos, deviene nexo entre las juntas militares y los dueños de los medios de comunicación y, finalmente, monopoliza la redacción de los comunicados oficiales para la prensa respecto de la evolución del conflicto armado.
Para entonces ya cuenta con despacho. Y hasta con auto con chófer, un “lujo” que le da sensación de consagración. Ni hablar cuando logra acceso a las oficinas más importantes sin hacerse anunciar por la secretaria. La creciente autoafirmación de su tarea va ganando su pensamiento. Se convence a sí mismo de lo mucho que se ha superado, de lo inteligente que es, de la envidia que despierta. Y, sobre todo, de que ahora su esposa lo mira distinto. Con admiración. En especial cuando le explica cuál es su técnica para ocultar, manipular, distorsionar y mentir sobre el hecho de que, desde el desembarco de los ingleses, la guerra ha sido para los argentinos sólo una sucesión de derrotas.
Contrapunto
La voz de la razón es femenina. Es de Alcira, una funcionaria de la Cancillería, idónea y racional, que reniega de que a pesar de su capacidad analítica deba apelar a sus largas piernas para que le presten atención. Reunión tras reunión va dimensionando el criminal desquicio que traman los militares y lo va desnudando de las falacias, los delirios, los mesianismos y, sobre todo, de los engaños.
Repara desde el primer momento en que la resolución de la ONU pidiendo el retiro de las fuerzas militares argentinas del territorio insular, que por supuesto que es argentino pero lleva siglo y medio de usurpación inglesa, es el principio del final de toda acción. Pero las juntas militares (esas que están perpetrando un genocidio en la Argentina) parecen incapaces de verlo. Los funcionarios que van a hacer planteos inverosímiles al Palacio San Martín lucen imposibilitados de notarlo. Los políticos que se prestan a salir de gira por Europa para pretender que hay un consenso nacional en favor de una guerra en el Atlántico Sur, no podrían decirlo ni aunque se dieran cuenta. Entonces Alcira termina siendo una Casandra que no está rodeada de incrédulos, sino de tiranos que no quieren oír ninguna versión diferente que la de su discurso único. Ella, finalmente, también calla.
“Esta es una obra de ficción que se desenvuelve en el marco histórico de la Argentina de 1982”, aclara Sacheri desde la primera página. “Las muy escasas menciones que se realizan a personas reales no pretenden dar cuenta de hechos verídicos de sus biografías”, consigna. Porque además de talentoso, es decente.
PERFIL
Eduardo Sacheri nació en Buenos Aires en 1967. Es profesor y licenciado en Historia, guionista y novelista. Es uno de los escritores más leídos de nuestro país. La pregunta de sus ojos fue llevada al cine por Juan José Campanella y ganó un Oscar a mejor película extranjera. Papeles en el viento y La noche de la usina también tuvieron versiones cinematográficas. Entre sus ensayos históricos, ha publicado Los días de la revolución y Los días de la violencia. Su obra fue traducida a más de 20 idiomas.
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