El amplio frente vidriado aparecía frente a mí como un coloso transparente que debía franquear. Apenas traspasado el umbral la avidez de mis ojos recorrieron en un santiamén de derecha a izquierda y de arriba abajo el espacioso hall de entrada. En esa primera mirada el ambiente se volvió borroso debido, sin dudas, a la premura palpitante que engendra toda ansiedad desmedida. Sin embargo, algo a mi izquierda, parecía prometerme claridad en ese cielo monótono y nebuloso.
Hasta que, al fin, lo vi. Sentado en un sillón gris, de espalda a la mampara que da hacia la calle, con la mirada fija en las páginas del diario Clarín. Su perfil sereno de cacique inca no lo desmentía. Entonces comencé una de las carreras más vertiginosas y frenéticas de toda mi vida.
Todo empezó cuando a fines de enero me acredité para participar del VIII Congreso Internacional de la Lengua Española que se llevaría a cabo en la ciudad de Córdoba, en marzo de 2019. Entre mis objetivos de máxima estaba reunirme con la figura rutilante del congreso, el premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. Tenía en mi poder una invitación de la Intendencia de San Miguel de Tucumán para que concurriera a nuestra ciudad con el propósito de otorgarle el plácet que lo designaba visitante ilustre y, lo que consideraba más importante aún, que nos convidara con una conferencia en el Teatro San Martín que, imaginaba, desbordaría de público.
Apenas llegué a Córdoba supe que la misión que me había autoencomendado era rayana con lo imposible. Su presencia estaba rodeada del más absoluto sigilo. Me dirigí en vano a distintos hoteles que iban surgiendo como posibles lugares de alojamiento. Las dos primeras jornadas, entre ponencias, paneles y plenarios, no dejé sin encarar a ninguno de los que portaban una credencial de la organización oficial. Gente vinculada con la Real Academia Española, el Instituto Cervantes, la Fundación San Millán de la Cogolla, la Asociación de Academias y la Academia Argentina de Letras, todos, invariablemente, tuvieron que soportar la inclemencia de mi pregunta por cómo dar con el autor de Conversación en La Catedral; e invariablemente, todos, se despedían de mí sólo después de que les encajara una tarjeta con mis datos y mi pedido encarecido de que le hicieran llegar mi mensaje. Pero la buena voluntad que mostraban no ocultaba el hermetismo asfixiante con que se esforzaban en cubrir su figura. Sin dudas, Vargas Llosa era un asunto de Estado. Con el paso de los días se iba alejando cada vez más la posibilidad del encuentro y me fui conformando con verlo de lejos, en sus disertaciones o en sus participaciones en mesas de debates junto a otras figuras eminentes, como el caso del premio Cervantes nicaragüense, Sergio Ramírez. Todavía me costaba aceptar que estaba frente a una búsqueda ciega. Ciega, sorda y muda. ¿Qué más podía esperar?
El jueves 28 de marzo, mi penúltimo día en el Congreso, fui a desayunar con la sensación ingrata de tener que volver a Tucumán con la carta de invitación a cuestas y, peor todavía, con un libro sobre Tucumán que le pensaba obsequiar y que a estas alturas era un incordio de tapas duras que pesaba casi dos kilos. Mientras estaba en los aprontes de un café con leche humeante, vi que mi celular empezaba una danza infrecuente producto de la acostumbrada vibración indiciaria. Me molestó leer en la pantalla que la llamada era de un número privado. Estuve a punto ignorarla. Pero, más que la curiosidad, fue el instinto el que me llevó a deslizar mi índice sobre el ícono verde. Me sorprendió la lejana voz de un español castizo que me inquiría casi impiadosamente: “Buenos días, ¿me comunico con el señor Brahim?... ¿Fue usted quien el primer día del congreso me preguntó por Vargas Llosa?... Me llamo Jesús (recuerdo que oí Jezuz) y le quiero dar un par de noticias, una buena y otra mala. La buena es que le recibirá la carta. La mala es que no lo podrá atender personalmente, deberá dejársela en la recepción del hotel... Anote, hotel C248. Allí diríjase”. Hubo un silencio producto de mi perturbación. Sólo atiné a preguntarle al conserje, que justo pasaba a mi lado, dónde estaba el C248. Su cara de desconcierto lo decía todo. Recobré un poco de lucidez y le pedí a Jesús, como era lógico, que me diera la dirección del hotel, porque el recepcionista no lo conocía. “Espere un poco, ya pregunto... Me dicen que en la calle Caseros 248”. No recuerdo si alcancé a darle las gracias. Yo estaba alojado en un apart ubicado en Caseros 222. Sí, leyeron bien. Tan sólo me separaban unos cuantos metros del lugar donde se hospedaba la presa que había rastreado, casi con desesperación, por toda Córdoba. Cuando le conté al recepcionista, cayó en la cuenta: “Ah, es el hotel de la cadena Solans, está acá al lado por la misma vereda”. No aguanté más, dejé el café a medias y resolví ir de inmediato a reconocer el hotel.
Entonces fue que me encontré ante el amplio frente vidriado, que no era otro que el “extraño” hotel C248, en cuyo regazo se acunaba Vargas Llosa mientras leía plácidamente Clarín. Era ahora o nunca. Salí disparado a mi habitación. El ascensor no parecía llegar nunca al octavo piso. Bajé desbocado con la carta y el libro rogando que él siguiera allí. Recompuse mi respiración cuando ingresé de nuevo. El “dinosaurio” todavía estaba allí —Ay, Monterroso, no sé por qué, pero te colaste—. Esta vez no se podría escapar. Me acerqué lentamente, me puse a su lado hasta que notara mi presencia. Prefería no interrumpirlo. Al cabo de pocos segundos giró su vista, me presenté y le conté el propósito que me impulsaba: invitarlo a Tucumán. “Siéntese”, me dijo. Lo primero en que reparó fue en mi tonada. “Sabe, usted habla con las erres arrastradas y el alegre deje de los tucumanos. Lo sé porque ese era el modo de hablar de mi amigo Tomás Eloy Martínez”. A propósito, le dije, tengo muy presente su artículo donde cuenta de su único viaje a Tucumán, allá por diciembre de 1995, y con qué regocijo pasó esos días —“entre las llamas y la lava del verano... bajo temperaturas saharianas”— leyendo Santa Evita, el libro que Tomás Eloy acababa de publicar. “Justamente de ese viaje recuerdo tres cosas. Una es, claro, la panzada que me di leyendo ese libro irreal; la otra es el calor bíblico que sufrí, y la última, mi cuarto de hotel con columnas dóricas... sí, sí, con columnas dóricas, ¿no le parece genial?” Eso me da esperanza de que acepte la invitación del intendente para que visite nuestra provincia que lo quiere reconocer por su enorme contribución a la literatura latinoamericana. En este libro podrá ponerse al día con Tucumán. “Iré con gran gusto, mejor dicho regresaré con gusto. Digale al intendente que le voy a contestar la carta. Sólo que será el año que viene porque lo que resta de este tengo todo programado. Conozco mucho más de Tucumán de lo que usted cree, no sólo a través de lo que me contó Tomás, sino porque desde joven leí en un libro de Concolorcorvo un lugar en el mapa llamado Tucumán y luego, con el paso del tiempo, me interioricé sobre su prosapia histórica. Cómo no voy a querer volver allí”.
Luego la charla derivó hacia la literatura. Tengo preferencia por sus primeros libros, sobre todo por esa obra maestra del manejo verbal que es La tía Julia y el escribidor, mi preferida, le dije muy suelto de lengua. La intensidad con que se iluminaron sus ojos fue evidente cuando le conté el impacto que produjo en mí sus memorias, El pez en el agua, ese libro que contiene dos relatos paralelos, el de su infancia conflictiva con su padre hasta su llegada a París recién casado y su malhadada incursión en la política, en 1990, cuando perdió la presidencia de Perú en manos de Fujimori. Y le recordé, muy especialmente, el primer capítulo que tituló “Ese señor que era mi papá”.
Sus ojos seguían brillando cuando tuvimos que cortar la charla. “Debemos interrumpir, se disculpó, están llegando mi hija Morgana y mi nieta Anahí. Hoy cumplo 83 años, sabe. Ellas vinieron desde Lima para acompañarme”. Nos despedimos con el deseo y la promesa de encontrarnos de nuevo en Tucumán. Sin saber que luego vendrían dos oscuridades, la de la pandemia y la de su muerte. A la de la pandemia la pudo sortear no sin dificultad, pero ahora la muerte lo sumió en esa oscuridad de la que no hay retorno.
La conversación duró cerca de media hora. No me pareció poco, pero tampoco bastó para ser suficiente. Es la paradoja que me sigue acompañando. Cuando uno está en presencia de un grande los segundos cuentan siglos, aunque esos siglos no dejan de ser sólo un suspiro. Apenas pisé la vereda cobré la real dimensión del milagro. Llegué al bar del hotel, tomé una servilleta y anoté la llamada de Jesús. Fue a las 09:51 y duró 1’ 53’’, mi obsesión puntillosa me lo demandaba. Hoy todavía conservo la servilleta y es de allí donde copié estos datos. El encuentro con Vargas Llosa merecía una trama semejante como la que viví, que no tiene menos de inverosímil que de verdadera. Qué mejor, en este caso, que la verdad parezca una ficción. Y que para leerla por un momento debamos suspender la incredulidad, tal como lo proponía Coleridge. Una historia así sólo podía ser guionada por un genio bienhechor y cómplice o por un dios bondadoso y magnánimo. Da lo mismo.
Lo importante es que el milagro aconteció. La llamada de Jesús viene a corroborarlo. Sí, sí, Jesús. ¡Me llamó Jesús!, ¿lo entienden?
© LA GACETA
Jorge Daniel Brahim - Ensayista, crítico literario, editor