Hace unos cuatro o cinco años, cuando Javier Milei arrasaba en los medios con su show de economista disruptivo, desmelenado y lenguaraz, comenzó, por motivos que sospecho interesados y aviesos, a utilizar incorrectamente el verbo «comparar» con la preposición «contra», dando inicio a una sutilísima debacle.
Todos sabemos desde chicos (y ahí está la RAE para confirmarlo) que siempre se compara una cosa «con» otra, y no «contra» otra, como pretendía el Presidente. Esta injustificada e irritante distorsión del lenguaje se convirtió en una de las tantas marcas de exotismo del personaje Milei, quizá inadvertida para muchos, pero que dio origen a un fenómeno preocupante: se fue expandiendo como mancha venenosa entre los economistas, tanto afines como críticos, al punto de que hoy, muchos, demasiados, acabaron adoptándola (ahí está Youtube para comprobarlo). Ya abundan en la Argentina economistas de toda escuela o tendencia que taladran los oídos del público con frases del tipo: «la inflación de 2024, comparada *contra 2023…», o «el consumo de mayo, comparado *contra abril…», o «si comparamos tasa *contra dólar…». ¿Cómo interpretar tamaña indolencia?
Hasta donde sé, la contaminación fue repentina y tal vez inconsciente, como fruto de un raro experimento de dominación psíquica, y la curiosidad y la alarma me llevaron a verificar, en videos de la era pre Milei, que los mismos economistas de renombre que ahora cometen tal aberración lingüística no lo hacían en absoluto antes de su encumbramiento mediático y llegada al poder. Entonces me pregunto: ¿Cómo una sugestión semejante pudo ocurrir en profesionales formados, gente que suponíamos hecha y derecha?
Convengamos: no pasa nada con que un tonto se ponga a chupar un clavo, pero cuando una parte significativa de la sociedad lo imita, estamos, muy probablemente, ante una señal de alarma que trasciende el hecho en sí y acusa putrefacción o necrosis en algún grado. No es el clavo el problema, ni el mal uso de una preposición, sino la actitud imitativa, acrítica y profundamente idiota, que se asume con total naturalidad e indiferencia y que luego extienden, con la sangre fría que caracteriza al gremio, a otras voces y otros ámbitos.
Insultar a periodistas
También sabemos desde chicos (y ahí están las madres y las abuelas para recordarlo) que insultar al prójimo está mal, que no corresponde a gente educada, y mucho menos si ostenta un cargo público y sale en la tele. Cuando Milei llama «basura», «mandril», «imbécil» o «retrasado» a un periodista, no está refutando una crítica, ni ejerciendo su legítimo derecho a aclarar un malentendido, ni defendiéndose de un ataque, sino que está insultando, y el insultado recibe un daño objetivo, si no físico, sí emocional o psicológico, además de perder una buena parte de su audiencia libertaria, posibles contratos e invitaciones a cócteles oficiales.
Resulta necesario aclararlo porque ha ido virando peligrosamente el discurso, en el entorno del Presidente, con respecto a esta cuestión. Si antes muchos se llamaban pudorosamente a silencio, y luego algunos intentaron cierto malabarismo retórico con la idea de las «formas», ahora directamente lo justifican y defienden porque lo creen justo, y hasta hay quien esboza una teoría exculpatoria ad hoc con tufillo académico (ahí está el artículo de Agustín Laje en Infobae como muestra).
El desprecio al lenguaje y los altos niveles de obsecuencia con el poder conforman un combo demoledor: un populismo lingüístico que alienta la idea en boga de que uno es dueño de hablar como le dé la gana, sin miramientos con el oído ni el ego de nadie, saltándose reglas tanto gramaticales como de cortesía.
Mucho me temo que, al igual que el mal uso de la preposición «contra», la inaceptable validación del insulto se extienda como mancha venenosa, primero entre los súbditos de las redes, y luego en la incauta y adormecida sociedad, y terminemos aceptando como lo más normal del mundo que un alumno insulte a un docente, un hijo a un padre, o un colectivero a una ancianita que se ha confundido de parada.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.