Bajo las escaleras escapando de un fantasma. Pero es en vano, porque cuando llego al hall, el televisor instalado en la entrada de la radio, sintonizado in aeternum en un canal de noticias, me muestra el frente del edificio donde, pocas horas atrás, cayó una mujer al vacío. Ella es esa mujer. Una caída que me perturba, que quiero sentir ajena, pero que se me mete en el cuerpo como si fuera un virus para el que no hay vacuna. Me quedo paralizada, la vista clavada en la pantalla. La zona del suceso ya está precintada y la policía intenta mantener alejados a vecinos, movileros y curiosos. El zócalo dice: “La joven escort, Juliana Gutiérrez, cayó de un quinto piso”. Lo leo una y otra vez, como si hacerlo pudiera cambiar las palabras escritas por otras. (...)
El taxi me espera afuera como cada mañana cuando termina el programa que conduzco: Apenas sale el sol. El recepcionista me avisa que el auto ya está disponible desde hace unos minutos. Casi no lo escucho; sus palabras me llegan como un eco lejano, una voz que atraviesa capas de sinsentido, sin que yo logre distinguir qué dice. No puedo quitar mi vista de la pantalla, prendida como una garrapata a la imagen del edificio desde donde cayó ella. Afuera, el taxista toca bocina. Me sobresalto. El muchacho quiere saber, ¿La conocés? ¿Quién es? Intuye la verdad: mi rara actitud tiene que ver con ella. Miento, vuelvo a negar; y luego digo, Perdón, me espera el taxi. No bien me excuso, trato de ponerme en marcha para evitar más preguntas. Sin embargo, involuntariamente, casi como una autómata, de camino a la puerta contesto las que quedaron en el aire, esas a las que no pude ponerles palabras un segundo atrás, aunque lo digo con un tono tan bajo que es probable que el chico no llegue a escucharme:
Es mi hermana.
Por primera vez la nombro así, como si me hubiera habilitado, por fin, a poder hacerlo. Una investidura tardía que convierte a esa mujer en alguien cercano.
*Fragmento.