
El silencio retumba en decenas de miles de oídos. Apenas, como un susurro, se siente el batir de alas de las palomas. Pero esa es una música que viene del cielo, no del corazón de la Plaza de San Pedro, donde la melancolía brota de cada corazón. El sencillísimo féretro en el que descansa Francisco ha quedado allí, a la vista de todos, tan solo que dan ganas de correr a abrazarlo. Es un cajoncito de madera bañado por el sol. Nada más que eso. Entonces, quebrando ese pacto de silencio que parecía tan eterno como Roma, se escuchó la exclamación: “¡Francesco, Francesco! ¡No nos dejes!”
“No es una fiesta, es un funeral -fue la advertencia de los guardias de seguridad apostados a pocos metros de la Avenida de la Conciliación-. Y no hagan ondear banderas ni carteles porque tapan la visual” Obediente, el público enfiló al encuentro de una de las ceremonias más profundas y emotivas de los últimos tiempos. Comparable, según relataron algunos fieles, con la despedida tributada a Juan Pablo II 20 años atrás. “Parece mentira que haya pasado tanto tiempo”, suspira Carletto, vendedor de estampitas en una de las tiendas al paso.
La primavera le regaló una mañana preciosa a Jorge Bergoglio, el Papa argentino, el Papa de la gente, como lo subrayan una y otra vez en Roma. Porque los italianos, vale remarcarlo, lo adoptaron como propio. “¿Lo rechazaron en su país? No importa, se quedó con nosotros -le dice Carletto a LA GACETA-. Si hasta se puso el nombre de nuestro santo de Asís. ¿Cómo no íbamos a quererlo tanto?”
Se calcula que más de 150.000 personas peregrinaron al Vaticano para despedir a Francisco, pero sólo la mitad de la plaza fue para la multitud. En la otra mitad se acomodaron algunos de los personajes más poderosos e influyentes del mundo, con Donald Trump a la cabeza. También los cardenales que en cuestión de días elegirán al sucesor de Francisco. Es que si el Papa hizo lo posible para simplificar los rituales, en este caso no tuvo más remedio que aceptar el protocolo. Pero seguramente le provocó algún disgusto que la primera fila no haya sido para el común de la gente, esa que lo cobijó y con la que se sentía tan cómodo. Allí se sentaron los que militan en la vereda del frente.
A las 7 de la mañana delegaciones de jóvenes llegadas de toda Europa ya ocupaban un lugar. Tenían programado el viaje para asistir al Jubileo de los adolescentes; jamás imaginaron que les tocaría ser parte de una ceremonia de esta naturaleza. Ya cuentan con una gran historia para narrarles a sus descendientes. A las 8 empezaron a asomar las familias y los turistas; a las 9 el público buscaba los lugares más estratégicos; media hora después se inició el rezo de un rosario (en latín). Las pantallas gigantes y el sonido amplificado permitían ver y oír a la perfección, por más lejos que estuviera el altar. En ese momento los helicópteros dejaron de sobrevolar la zona.
Es cierto que el funeral impuso la rigidez de los rituales. Pero durante 12 años lo que había primado en la Santa Sede fue la espontaneidad de un Papa nacido para romper las reglas, entonces se extrañó un poco de ese desparpajo pontificio. ¿Daba la ocasión? Francisco siempre se ingenió para encontrar la palabra justa, el gesto cercano. Pero vale destacar en este sentido la homilía que leyó el veteranísimo Giovanni Battista Re, decano del Colegio Cardenalicio portando 91 años que parecen muchos menos. Re pintó a Francisco con sinceridad, como lo que fue. No empleó palabras rebuscadas ni exageró con las metáforas. Al contrario: recordó al Papa como un hombre de paz, humilde, preocupado por los pobres y ocupado con ellos, y -en especial- aferrado a la certeza de que la misericordia es el corazón del Evangelio. Ese discurso, pronunciado en un italiano perfectamente comprensible, arrancó aplausos genuinos. Fueron las definiciones que Francisco merecía.
La organización marchaba sobre rieles, aceitada. Si el calor apretaba, ahí estaban los voluntarios repartiendo botellitas de agua. Si una emergencia médica se producía en medio del gentío, una camilla aparecía al instante. Si a la hora de la Eucarística los fieles querían comulgar, algún sacerdote se materializaba con el copón en una mano, la hostia en la otra, y la advocación “Corpus Christi” a flor de labios. Las fuerzas de seguridad, desplegadas por toda la ciudad y mucho más en El Vaticano, dieron una lección de profesionalismo. Se puede manejar multitudes con firmeza y a la vez con amabilidad. ¿Aprenderemos los argentinos alguna vez de estas experiencias?
De repente en la imagen aparecieron Javier Milei y su hermana, Karina. Estaban sentados en un lugar ideal, a pocos metros del ataúd. Al contrario de lo sucedido con otros mandatarios nadie dijo nada. Si el Presidente de la Nación está convencido de que es una figura internacional que concita elogios y admiración, esta vez no se notó. Y eso que había decenas de miles de personas en El Vaticano. No sonó ni un aplauso.
"Hermano querido: nos representas a todos los tucumanos en la Misa de Exequias de nuestro querido papa Francisco. Tu presencia allí es un signo de la presencia de la Iglesia que peregrina en Tucumán. Unidos en la oración y la Eucaristía, un abrazo fraterno”. El mensaje del arzobispo Carlos Sánchez llega en el preciso instante en que el cardenal Re convoca a dar la paz. Hay choques de puños y apretones de manos; está claro que los besos y los abrazos no son tan usuales en las misas italianas.
A las 12 en punto la ceremonia ya recorre la recta final. Al pie del féretro, el cardenal Re le pide a Francisco que bendiga a la humanidad. El silencio vuelve, más potente esta vez. Y el pico emocional se alcanza cuando comienza el último viaje del Papa. Ya no volverá a la plaza que llenó de vida y de alegría con su sonrisa perenne, a bordo de ese Papamóvil que frenaba a cada paso para permitirle hacer de las suyas. Francisco vuelve a la Basílica de San Pedro, allí donde durante tres días recibió el saludo de 200.000 personas. Y de inmediato emprende el recorrido hacia su última morada en Santa María la Mayor.
A la hora de la desconcentración, pacífica, sin apuros, hay quienes se quedan mirando en las pantallas ese particular recorrido del Papamóvil por el casco histórico de Roma con Francisco a bordo, reposando. Pero muchos más marchan raudos hacia las trattorías, porque ya es la hora del almuerzo. Los voluntarios, escobas y bolsas en mano, hacen su trabajo, mientras los “carabinieri” van retirando las vallas. Es que mañana es domingo y al Vaticano acudirán, como es usual, miles de curiosos, turistas, creyentes. Pero habrá una diferencia: ya no estará el anfitrión que los recibió durante 12 años. Sólo su rostro, multiplicado hasta el infinito en postales, llaveros, stickers, almanaques. Pronto vendrá otro Papa y renovarán los stocks.
Queda el recuerdo de una mañana distinta, impactante, de a ratos sobrecogedora. La mañana en la que el mundo le dijo adiós a Francisco. Con respeto, con muchísimo amor. Allí, desde ese sencillo féretro de madera expuesto bajo el sol de la Ciudad Eterna, el Papa argentino empezó a cosechar lo que pacientemente sembró durante 12 años.