“...Primero vinieron por los universitarios, pero no me importó porque yo no era universitario./ Luego vinieron por los jubilados, pero no me importó porque yo no era jubilado. / Luego vinieron por los homosexuales, pero a mí no me importó porque yo no era homosexual. / Luego vinieron por los discapacitados, pero a mí no me importó porque yo no era discapacitado. / Ahora vienen por mí, pero ya es demasiado tarde…” (Gracias, Martín Niemöller por prestarme tu plegaria). Con estupor -a pesar de que mi capacidad de asombro parecía ya agotada- leo ayer en los principales diarios de nuestro país que el Gobierno Nacional está impulsando un proyecto de ley para enviar al Congreso, con el fin de modificar legislaciones vigentes que otorgan derechos a quienes el señor Presidente engloba como “minorías beneficiadas”. No es intención de esta nota polemizar sobre la inmensa diferencia conceptual que existe entre derechos y beneficios -que no son sinónimos- pero sí alertar a los más desprevenidos, en mi doble rol de comunicadora en salud y especialista en calidad de vida en relación a la salud, sobre lo que representa esta nueva iniciativa oficial. Esta vez, en desmedro de uno de los grupos vulnerables que tiene una sociedad como son los discapacitados. -Los otros son las embarazadas, los niños, los enfermos crónicos y los adultos mayores-. Pero fundamentalmente pretendo, como mamá de un hijo en condición de discapacidad, contarles a aquellos argentinos a quienes la lucha denodada por llegar a fin de mes y el sacrificio por encarar los crecientes obstáculos que les ofrece un escenario de recesión económica, los distrae de situaciones que les resultan ajenas. Y para ello, siempre se debe acudir a la historia. En marzo de 1981, en plena dictadura cívico militar, se promulgaba la ley 22.431 -que lleva la firma de Videla, Martínez de Hoz, Fraga, Harguindeguy, Llerena Amadeo y Reston-, reconociendo al Estado como garante de la salud integral de las personas con discapacidad y obligando a los funcionarios públicos a establecer una serie de medidas que condujeran a la efectiva integración laboral de los discapacitados, estableciendo, en su artículo 8 (que luego fuera modificado, de forma, con la ley 25.689 de enero de 2003) un cupo del 4% de la planta de personal para que sea cubierto por estos ciudadanos en desventaja frente al resto de los “capacitados”. Durante el gobierno de facto de Videla -responsable del peor genocidio que la historia argentina tenga memoria- se sanciona y promulga una norma legal inclusiva, que amplía los horizontes laborales, achica las asimetrías, “equilibra” las enormes desigualdades de acceso al trabajo por las dificultades físicas y/o intelectuales de un segmento de la población. Y no deja de producir sorpresa su sanción y promulgación por tratarse de quienes viene. Pero es esa la misma ley que, 24 años después, ahora, en enero de 2025, un gobierno democrático, legitimado por el voto popular y celebrado, -aparentemente-, por la mayoría del pueblo argentino, quiere derogar en nombre de la “libertad” y, según rezan las expresiones vertidas por el vocero presidencial, “para eliminar cualquier política ideológica y discriminatoria…” (sic). Es demasiado doloroso para una mamá como yo -y como tantas otras-, admitir semejante paradoja: a juzgar por la letra y el espíritu de la ley 22.431, para los militares de una dictadura sangrienta, mi hijo menor, “el rengo”, no era el “outlet” de la sociedad, no era un ciudadano de segunda. Pero para el gobierno libertario votado por más del 50% de los argentinos, vuelve a serlo como en la época medieval. Aunque el proyecto no tenga la suerte de prosperar en el Congreso, quienes votaron a este gobierno, -entre ellos personas muy queridas por mí-, piensan en nuestros hijos “especiales”, en los mismos términos con los que, quienes ostentan el máximo poder, “fundamentan” la infamia. Quiero aclarar que sólo me mueve, en esta oportunidad, referirme a este aspecto puntual de una serie de medidas que, por trayectoria profesional, experiencia laboral y formación personal, distan muchísimo de mis ideas sobre el país que quiero para mis nietos. Y que elijo no ocuparme de temas de los que solamente toco de oído, por respeto a quienes tienen la entidad para hacerlo. Aunque mi oído sea el que tenemos todos aquellos que padecemos los pesares ajenos como propios y disfrutamos de los éxitos de nuestros semejantes como si fueran de nosotros. Mi hijo es el menor de cuatro hermanos y es un joven que, a lo largo de sus 31 años, fue sometido a tres cirugías de altísima complejidad en los mejores centros médicos del país especializados en neurorrehabilitación, cuyos éxitos le permiten caminar asistido con bastones canadienses. La discapacidad de Leo, provocada por una parálisis cerebral no evolutiva, milagrosamente, no le dejó consecuencias intelectuales. Por lo que pudo asistir y recibirse en un colegio “normal”, estudiar periodismo deportivo, trabajar en un medio digital ejerciendo su profesión/vocación y hoy, de yapa, hacer stand up. Además, cuenta con el apoyo de su familia que lo entorna junto con su grupo de amigos incondicionales. Vive solo en el centro de Tucumán, no paga alquiler y no se mueve en colectivos de transporte público. Y todas estas circunstancias, sólo porque mi hijo nació en un hogar que pudo brindarle absolutamente todas las oportunidades para asumir, enfrentar, transitar y superar su condición. Ni remotamente su caso es el de muchísimos jóvenes que no pueden alcanzar su independencia por deficiencias económicas, afectivas, geográficas, informativas y todos los etcéteras que malogran su futuro y el de todo su entorno familiar. Y es el Estado el único responsable, reitero, de que no sean tratados como ciudadanos de segunda categoría. Esto no se trata de partidismos ni de grietas, ni de peronismo ni de radicalismo, ni de derechas ni de izquierdas, la discapacidad es transversal al planeta,- tanto es así que hasta Videla y sus secuaces lo entendieron-, esto se trata lisa y llanamente de un nuevo atropello a los más desvalidos. Un exterminio en cuotas. Y yo necesitaba contártelo.
Rosana Herrera de Forgas
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