ENSAYO
EL INFINITO EN UN JUNCO
IRENE VALLEJO
(Siruela – Barcelona)
Es un libro sobre libros. Un ensayo macizo, coherente, ordenado en un conjunto de capítulos que, en rigor, son en sí mismos otros ensayos. Todos giran en torno de un asunto medular: la invención de los libros en la antigüedad. A pesar de tamaña especificidad, la editorial Siruela acaba de concretar nada menos que la edición número 50 de El infinito en un junco. La obra de la filóloga Irene Vallejo rezuma amor por los libros. Pero con independencia de ello, les da a ellos el lugar trascendente que tuvieron en la historia de nuestra civilización. Si el verdadero protagonista de la historia de la humanidad no es el homo sapiens, sino la información (como plantea Yuval Noah Harari en Homo Deus), entonces una historia de los libros es, acabadamente, una historia de la historia.
Vallejo, también novelista, reclama no olvidar que el libro ha sido nuestro aliado en una guerra de siglos: la lucha para preservar nuestras creaciones valiosas. En los textos preservamos las palabras, que son aire. Y atesoramos las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivirlo.
El volumen consta de dos partes. La primera versa sobre la aparición del libro en la Grecia clásica y, fundamentalmente, sobre la realización de la Biblioteca de Alejandría. La autora postula que la primera globalización fue el “helenismo”.
Una idea faraónica
La Biblioteca de Alejandría nace de la vocación de Ptolomeo I de reunir un ejemplar de cada uno de los libros publicados para esa época. Es una idea tan faraónica (Ptolomeo es el amigo macedonio de Alejandro a quien el Magno le confió Egipto) como imperecedera. Su vastedad redujo a muchas de las que la precedieron a la categoría de meros “archivos”. Y su funcionamiento adquirió, por poco, la lógica de “La Biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges, según la propia Vallejo. En Alejandría no tardaron en advertir que en el acto de copiar (la única técnica conocida entonces para reproducir libros) se introducían errores, omisiones y hasta cambios. Así que había casi tantas versiones de una misma obra como los rollos de papiro que las contenían. Era el laberinto pensado por el argentino, donde había infinitas copias de libros: en un ejemplar sólo variaba una letra respecto de otro.
No menos revelador es que, a diferencia de la actualidad, cuando algunas bibliotecas públicas se ubican algunos de los edificios más fascinantes de occidente, tal vez no hubo tal cosa como un edificio para la Biblioteca de Alejandría, que vivió su esplendor durante el reinado de los primeros cuatro Ptolomeos. Porque se han preservado textos sobre el Palacio y el Museo, pero no sobre la Biblioteca. Acaso, aventura la ensayista, no se trató de una sucesión de salas de lecturas, sino tan sólo de estantes con papiros. Cada quien elegía, luego, donde acudir a leerlos.
La biblioteca del orgulloso rey Asurbanipal, en Nínive, no poseyó la universalidad de la de Alejandría. Contenía registros de gobierno e información sobre ceremonias y ritos. Las obras de literatura estaban allí por razones prácticas: el monarca necesitaba conocer los mitos, las leyendas y los relatos que circulaban en sus dominios. Pero esa colección, y todas las de cercano oriente, dejaron de existir junto con sus grandes imperios. “El olvido fue tan completo que cuando los viajeros encontraron inscripciones cuneiformes en las ruinas de las ciudades aqueménidas, muchos pensaron que eran simples adornos”, evoca Vallejo. La pasión de los investigadores, siglos después, sacó esa escritura del silencio y consiguió descifrar las lenguas que habían quedado impresas en las tablillas de arcilla.
“En cambio, los libros de Atenas, Alejandría y Roma nunca han callado -dice ella-. A lo largo de los siglos han mantenido una conversación en susurros, un diálogo que habla de mitos y leyendas, pero también de filosofía, ciencia y leyes. Sin saberlo, nosotros formamos parte de esa conversación”.
Los libros suponen el abandono de la oralidad y con ello el lenguaje experimentó reajustes arquitectónicos, advierte la especialista. La sintaxis desplegó nuevas estructuras y el lenguaje se volvió más abstracto. La literatura halló nuevos caminos fuera del verso. En la oralidad, el verso aprovechaba la “música” de la rima como herramienta de memorización: el ritmo ayuda a recordar.
Depósitos de memoria
La prosa se convirtió en almacén y vehículo de hechos e hipótesis. Ello no fue menor para la historia, la filosofía y la ciencia. Vallejo recuerda que, para referirse a su labor intelectual, Aristóteles eligió la palabra “theoría” y el verbo “theoréin”, que en griego aluden al acto de mirar algo. Esa elección es reveladora: el oficio de pensar el mundo existe gracias a los libros y a la lectura, es decir, a la posibilidad de “ver” las palabras, y reflexionar despacio sobre ellas.
Aristóteles, justamente, reunió una gran colección de libros. Alejandro Magno era su pupilo. Desde allí llegó la inspiración a Ptolomeo I para encarar la gran biblioteca alejandrina. Por ello Aristóteles fue, según propone la autora, el primer hombre de letras europeo en sentido estricto.
La aparición de los libros es también la gran encrucijada de la comunicación y encontró no pocas resistencias. Sócrates jamás escribió. Tampoco Pitágoras, ni Diógenes, ni Buda, ni Jesús de Nazaret. Fueron los discípulos los que asumieron la tarea que sus mentores habían desestimado. Entonces, mientras los maestros tomaron partido por la oralidad, fueron los libros el vehículo decisivo para expandir sus mensajes. Y se propagaron pese a ser, en el contexto de su época, mensajes disidentes.
Precisamente los libros, como depósitos de la memoria, también han sido perseguidos por quienes anhelan manipular la historia. Desde la “revisión” de la obra de Mark Twain, en nombre de que en Las aventuras de Huckleberry Finn el protagonista incurre en lenguaje racista; hasta la eliminación por parte de Amazon de 1984, de George Orwell, aduciendo que había problemas con los derechos de autor. Hicieron realidad la distopía: en el mundo descripto por Orwell, se sacaba de circulación la literatura que el Gran Hermano cuestionaba: iba a parar al “agujero de la memoria”.
Cruzadas contra libros
Antes y después también hubo cruzadas contra los libros. La autora recoge tres versiones sobre la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. Recuerda el odio de las tropas del Gobierno de la ex Yugoslavia: incendiaron la Biblioteca Nacional de Sarajevo. Rememora la quema de obras durante el mal absoluto encarnado por el III Reich de Hitler, el genocida que, dado el éxito de su antilibro, Mi lucha, llenaba su declaración de impuestos inscribiéndose como “Escritor”. Vallejo no olvida a Mao Zedong, quien abrió una librería en Changsha en 1920: era tan rentable que debió tener seis empleados. Después, “con inexplicable ensañamiento, impulsaría la Revolución Cultural, que dejó una estela de libros quemados y de intelectuales sometidos, encarcelados o asesinados”, deplora.
La autora también menciona que Platón, según testimonia La república, defendía la censura sobre la literatura para educar a los jóvenes. “Homero y Hesíodo han de ser prohibidos como lectura infantil por varias razones. Primero, porque presentan a unos dioses frívolos, hedonistas y propensos a la mala conducta, lo cual no es edificante. A los jóvenes hay que enseñarles que el mal nunca procede de los dioses. En segundo lugar, porque algunos versos de los dos poetas hablan del miedo a la muerte, algo que inquieta a Platón ya que, en su opinión, se debe procurar que los jóvenes mueran gustosamente en batalla”, reseña Vallejo. En 2019, en la Universidad de Londres, el centro de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos exigió retirar del programa a filósofos “racistas o colonialistas”, como Descartes, Kant e, irónicamente, Platón: un “cazador cazado”.
Roma
La segunda parte del libro está consagrada a Roma. “La literatura latina es un caso muy peculiar: no nació espontáneamente, sino que fue gestada por encargo, ‘in vitro’. El parto inducido tuvo lugar un día concreto del año 240 a. C., para celebrar la victoria de Roma sobre Cartago”, ubica la autora.
Destaca, en particular, que las bibliotecas romanas salieron de los recintos para instalarse en los “palacios de agua”: los baños públicos, precursores de los actuales spa termales. Ello unió cultura y entretenimiento, negocios y educación “Supuso un enorme impulso para universalizar los libros, colocándolos en un entorno popular y bullicioso, que no intimidaba a lectores inexpertos”, precisa.
Vallejo, sobre todo, rescata un contraste. El artista moderno -reconoce- tiene la obligación de ser original. No era así para los romanos. “Ellos querían una literatura lo más parecida posible a la griega”, afirma. Copiaron uno a uno sus géneros; adoptaron las formas métricas de los griegos; y construyeron bibliotecas dobles: una para los libros en griego y la otra para los libros en latín.
Quintiliano buscó una simetría: a cada autor griego asigna un gemelo latino. Virgilio era el Homero romano. Cicerón, el equivalente a Platón. Tito Livio era Heródoto resucitado; y Salustio, el nuevo Tucídides. Ello también explica el éxito de Vidas paralelas -dice ella-, que Plutarco escribió con la finalidad de emparejar grandes personas de Grecia y Roma: Teseo y Rómulo; Alejandro y Julio César.
Todo ese derrotero se hilvana con una conciencia tenaz de la ensayista: la intervención de los libros ha sido el mayor triunfo en nuestra lucha contra la destrucción. A ellos (en tablillas de arcilla, papiros de junco, pergaminos de cuero, corteza de árboles), les hemos confiado la sabiduría que no quisimos perder. Y la humanidad vivió una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso.
Extravagancias
Ese progreso se advierte en los libros de páginas de papel. Los árboles, sostiene la escritora, fueron el primer hogar de nuestra especie. Luego, se convirtieron en los depositarios de nuestra palabra escrita. Y a partir del libro se convirtieron en una verdadera patria de papel.
“Sin ellos, tal vez habríamos olvidado a aquel puñado de griegos temerarios que decidieron entregar el poder al pueblo; y a los médicos hipocráticos que se comprometían a cuidar también a los pobres y a los esclavos. (…) Conocer esos precedentes nos ha inspirado ideas tan extravagantes en el reino animal como los derechos humanos, la democracia, la confianza en la ciencia, la sanidad universal, la educación obligatoria, el derecho a un juicio justo y la preocupación social por los débiles -reflexiona Vallejo-. ¿Quiénes seríamos hoy si hubiéramos perdido el recuerdo de todos esos hallazgos?”.
Ray Bradbury lo imaginó en Farenheit 451. En esa sociedad aberrante, los bomberos no sofocan incendios, sino que los provocan para quemar los hogares contaminados con libros. Sólo uno es legal: el reglamento de bomberos. Allí se indica que la brigada fue creada en 1790 para quemar libros ingleses en los Estados Unidos, y que el primer bombero fue Benjamín Franklin. No sobrevive ningún escrito que permita rebatir esas afirmaciones. Y ya nadie las pone en duda…
© LA GACETA
ÁLVARO JOSÉ AURANE
PERFIL
Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) estudió Filología Clásica y obtuvo el Doctorado Europeo por las Universidades de Zaragoza y Florencia. En las bibliotecas florentinas nació su ensayo El infinito en un junco (2019), convertido en un éxito editorial internacional. Reconocido en España con el Premio Nacional de Ensayo, el Premio ‘El Ojo Crítico’ de Narrativa, el Premio Wenjin de la Biblioteca Nacional de China, el Premio Internacional de Ensayo Henríquez Ureña de la Academia Mexicana de la Lengua, el Premio ‘Librerías Recomiendan’ del Gremio de Librerías, el de las ‘Librerías de Madrid’, el galardón ‘Líder Humanista’, el premio ‘José Antonio Labordeta’, el Premio ‘Antonio Sancha’ de los Editores, así como el Premio Aragón 2021, entre otros, ha alcanzado 50 ediciones, se traduce a 35 idiomas y se está publicando en más de 50 países. Vallejo colabora en El País, Heraldo de Aragón y Milenio, entre otros medios.