Remeras amarillas, shorts rojos, anteojos de sol que reflejan el agua calma del dique. Desde sus puestos, los guardavidas del Cadillal parecen inmóviles, pero su atención nunca descansa. Observan, analizan y estudian cada movimiento de los visitantes que disfrutan del agua. Uno de ellos, Esteban Díaz, hace una seña a su compañero. Algo lo inquieta en el límite de las boyas.
“Siempre hay que anticiparse al peligro”, explica Esteban, coordinador del equipo. Lleva 27 años trabajando aquí, desde un año después del inicio del programa de guardavidas, en 1996. “La clave es estar siempre atento, porque en este trabajo no hay margen de error. Si te distraes, podés perder una vida”, afirma en diálogo con LA GACETA.
El Cadillal, con su playa de 150 metros delimitada y profundidades de hasta cinco metros, es un lugar de esparcimiento, pero también un desafío para quienes se aventuran a nadar. “Aunque parece una piscina natural, sin corrientes ni remolinos, tiene los riesgos de cualquier gran masa de agua”, explica el guardavidas.
El equipo se encarga de mantener la seguridad en esta vasta extensión. Su rutina incluye patrullajes, advertencias a los visitantes y simulacros diarios. Esteban y Álvaro Chávez lideran un grupo de 15 personas que trabajan de 9 a 20 horas, divididos en dos turnos. Este año son menos que los 23 del anterior, debido a recortes gubernamentales. Aun así, trabajan con la misma entrega.
“Entrenamos todos los días”, detalla. “Nadamos, corremos, practicamos resistencia aeróbica. Pero lo más importante son los simulacros. Buscamos que se asemejen lo más posible a las situaciones reales. Así nos preparamos para lo que pueda pasar”, agrega.
El protocolo es claro: ante cualquier situación de riesgo, actúan en equipo. Dos guardavidas ingresan al agua con un torpedo, mientras un tercero espera en la orilla. El objetivo es calmar a la persona en peligro y remolcarla de manera segura.
“La gente se asusta cuando no hace pie, entra en pánico. Por eso trabajamos para calmarlos y evitar que el susto empeore la situación”, explica. Los fines de semana, cuando el dique recibe a cientos de personas, estas intervenciones son más frecuentes.
Además del “bollado”, delimitado a 25 metros de la orilla y que marca la zona segura, cuentan con el apoyo de la policía lacustre. “Ellos vigilan desde sus lanchas y, si alguien sale de la zona permitida, intervienen”, señala. “Esto es fundamental, porque muchas veces los reflejos del sol hacen que las embarcaciones no vean a los nadadores. Por eso hay horarios específicos durante la mañana para quienes entrenan en aguas abiertas”.
No todo es prevención. A veces, el trabajo enfrenta tragedias. Esteban recuerda un episodio que marcó su carrera. “Hace años, una familia perdió de vista a su bebé en una zona peligrosa fuera del balneario. Cuando nos avisaron, ya era tarde. Los gritos fueron devastadores. Tuvimos que activar un protocolo de nado subacuático para buscar el cuerpo”, cuenta conmovido.
Pero también hay satisfacciones. Salvar una vida, evitar un accidente o ver a una familia disfrutar tranquila son motivos suficientes para volver cada día.
“El Cadillal es especial”, dice Esteban con una mezcla de orgullo y melancolía. “Cada jornada es un desafío, pero lo hacemos porque nos gusta, porque nos apasiona el agua y porque sabemos que nuestra presencia marca la diferencia”.
Los guardavidas del dique cuidan y educan. Advierten a quienes ingresan al agua después de consumir alcohol o comer en exceso, explican los riesgos y señalan las normas de seguridad. “Si la gente escucha nuestras indicaciones, todos podemos disfrutar sin contratiempos”, insiste Esteban.
A lo largo de los años, el equipo se ha transformado, pero su esencia sigue intacta. Hoy, muchos guardavidas son estudiantes de la facultad de Educación Física de la UNT. Ellos complementan sus estudios con esta experiencia laboral durante el verano. Para llegar aquí, deben pasar estrictas pruebas de ingreso, quedando solo quienes obtienen los mejores promedios. “Es un trabajo que requiere preparación física, mental y vocación. No es para cualquiera, pero quienes lo hacemos lo llevamos con orgullo”, indica.
La temporada de guardavidas comienza en noviembre y termina en marzo. Esteban describe estos meses como un escape de la rutina y del trabajo como profesor que ejerce el resto del año. Además, es una oportunidad para compartir con estudiantes que viven su primera experiencia laboral.
Durante la conversación, Esteban hace otra pausa. Mira hacia el agua. Dos de sus compañeros también están atentos, observando a alguien que se acerca al límite de las boyas. “Esa es una posible víctima”, dice en voz baja. “Antes de que algo pase, ya lo vimos. Es como una relación silenciosa con las personas. Ellos no saben que los estamos cuidando, pero nosotros ya hicimos contacto visual”.
En el Cadillal, donde el agua no tiene olas ni espuma, pero guarda historias de vida y riesgos, los guardavidas son los héroes anónimos que hacen posible que todo fluya con naturalidad. Son el ojo siempre atento, la mano firme que se extiende cuando el peligro acecha y la calma que devuelve la seguridad a quienes visitan el dique. (Producción periodística: Sofía Lucena)