Amenazados por el “trollismo”

Todo posteo es falso hasta que se demuestre lo contrario. La supuesta “anarquía” que reina de forma brutal en las redes sociales impone reglas que parecen ir en contra del principio de presunción de inocencia, establecido en el artículo 18 de la Constitución Nacional Argentina.

Es tal la envergadura que alcanzó actualmente el embuste y el fraude en los distintos canales de comunicación tecnológicos que la mentira ya roza rangos de supremacía. Entonces, para evitar caer en la trampa, primero culpar, luego absolver, al revés de lo que marca la ley. Peor aún, en contra de los mismos derechos humanos.

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Mucho se ha estudiado, analizado, debatido, disertado y publicado acerca del icónico triunfo de Barack Obama, el 4 de noviembre de 2008, cuando derrotó al poderoso senador republicano John McCain, y se convirtió en el primer presidente negro de los Estados Unidos.

Los seguidores de Obama exprimieron al máximo el uso de las redes sociales, principalmente en dos sentidos, novedosos en ese entonces: la forma de recaudar fondos, a partir de micro aportes de ciudadanos de clase media y baja, pequeños pero masivos, contra las millonarias contribuciones republicanas, acotadas a un círculo de élite.

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La otra novedad fue la distribución viral (todavía más espontánea que programática) de contenidos emotivos, sobre todo videos, donde Obama seducía con su conmovedora oratoria de “american dream” alcanzado.

Esta revolución cultural y comunicacional no empezó ni termina en Obama, pero constituye uno de esos íconos que por su mayor visibilidad permiten diseccionar los procesos históricos para comprenderlos mejor.

Entre los “videitos” lacrimógenos de Obama y las “fake news” (noticias falsas) generadas en parte por la inteligencia rusa y que contribuyeron bastante a que Donald Trump llegara a la Casa Blanca, han pasado muchas cosas.

Los dueños de la torta

Las noticias falsas como método de manipulación de la opinión pública no son nuevas ni mucho menos. Lo hicieron imperios milenarios, monarquías, populismos y dictaduras de todo tipo, de izquierda o de derecha, pasando por las marcas oligopólicas o las multinacionales, que hoy tienen a Facebook y a Google como patriarcas absolutos del fraude informativo, alquilados al mejor postor. El que más paga se posiciona más y mejor, así de crudo y sencillo.

Lo que cambió entre la propaganda invasiva y distorsiva del Joseph Goebbels del nazismo, o los fenomenales aparatos comunicacionales de la Unión Soviética o el monopolio informativo de los grandes medios es una sola cosa: la plataforma. Es decir, los canales de distribución.

Hasta hace no más de 20 años, las audiencias eran patrimonio exclusivo del poder político y de los propietarios de diarios, radios y canales de televisión. Algunos decían la verdad, otros no, y de allí cada uno fue construyendo su propia reputación. Esta misma columna no podría publicarse en cualquier diario, aún hoy.

Distribuir la información era además muy costoso, había que tener enormes recursos y tecnología a la que pocos podían acceder.

Con la llegada de internet el acceso a la información se volvió casi ilimitado (y gratuito) y luego las redes sociales directamente dinamitaron los canales tradicionales. Cada ser humano con conexión a “la matrix” se volvió prácticamente un medio en sí mismo, capaz de generar y distribuir información de forma tan masiva, que incluso hoy podría superar ampliamente a la audiencia que tenía un diario mediano, por ejemplo, hace 30 años.

No cualquiera puede montar un programa de televisión ni mucho menos un canal. Como no cualquiera puede imprimir y distribuir 10.000 libros. En cambio, cualquier adolescente puede subir un video a YouTube y triplicar la audiencia de Marcelo Tinelli o postear su cuento en Facebook y conseguir 100.000 lectores como si nada.

Vale todo lo mismo

Google y Facebook esmerilaron el poder de los medios de tal forma que pusieron al mismo nivel a un académico de Harvard o a un reputado analista político con doña Rosa, que con errores de comprensión de texto, sintaxis y ortografía, se burla de estos expertos al pie de sus propias publicaciones. En los “resultados de búsqueda” aparecen a la par y con la misma jerarquía un premio nobel de medicina y un pedófilo, sólo porque comparten apellido.

Mientras Google y Facebook recaudan billones de dólares con contenidos ajenos, la información seria, investigada y chequeada se pierde en un tsunami de manipulaciones y distorsiones, jerarquizadas por un cheque y no por un editor profesional.

Lo que en un principio se presentó como una merecida democratización de la información, para contrarrestar la hegemonía comunicacional del poder político y mediático local, se transformó en una mega hegemonía global controlada por cuatro tipos.

A un intendente que miente es fácil castigarlo con el voto, por ejemplo, o ir a buscarlo a su oficina y decirle en la cara que es un mentiroso. A un periodista que desinforma se lo puede interpelar al pie de su propia nota, se le puede mandar un e-mail, una carta documento o llamarlo por teléfono. O hasta encontrarlo en un bar.

Ahora, a un ejército de trolls (en inglés troll significa gnomo, duende, pero se utiliza como sinónimo de cuenta o perfil falso) que marca tendencia y amplifica informaciones fraudulentas no hay forma de combatirlo. Salvo con otro ejército trolliano.

Así surgió la ciberguerrilla. Con desarrollos dispares y diferentes de acuerdo a los países, contextos sociales e intereses en pugna.

De pronto, la supuesta democratización de la información que ofrecía el libre albedrío de internet comenzó a ser acaparada por sectores con poder, es decir aquellos que tenían la capacidad y el presupuesto para montar campañas muy bien organizadas pero presentadas como “reacciones espontáneas de la gente” en las redes sociales: WhatsApp, Facebook y Twitter principalmente y, en menor medida, cadenas de e-mails.

Operaciones argentinas

En el país, las más contundentes comenzaron a verse en 2012 y 2013 con los cacerolazos contra el gobierno de Cristina Fernández. Hubo operaciones anteriores y posteriores a estas fechas, pero fue aquí donde se demostró cuán efectivas podían ser estas maniobras, cerrando el ciclo de lo que Google denomina “de la web a la góndola” (cuando la efectividad publicitaria virtual se traslada efectivamente a las ventas), lo que en estos casos fue poder trasladar la “indignación” instalada en las redes sociales directamente a las calles.

En un principio surgieron como grupos aislados pertenecientes a fundaciones y organizaciones supuestamente apolíticas o apartidarias, pero que con el tiempo se fueron organizando y entrenando bajo el paraguas de Cambiemos. Sólo en el fogoneo sistemático de los cacerolazos está probada la participación de al menos 35 organizaciones anti K cibermilitantes.

El kirchnerismo en el poder siempre fue consciente de esto y también invirtió mucho dinero en la cibermilitancia, aunque contaba con una desventaja inicial clave: muchos de sus votantes no estaban o tenían escasa presencia en las redes.

Más allá de los innegables desaciertos del gobierno de Cristina, cuya comunicación además quiso monopolizar con tediosas cadenas nacionales, lo cierto es que todo lo bueno fue menos bueno en las redes sociales y todo lo malo fue doblemente malo.

Sensaciones y tendencias que a fuerza de miles y miles de posteos, retuiteos, compartidas y publicaciones promocionadas (pagas) van generando un clima que cuando termina trasladándose al humor de la calle ya es muy difícil revertir.

Así llegó Cambiemos al 2015, con un verdadero ejército de trolls, muy bien organizado, que le propinó al kirchnerismo una verdadera paliza virtual. En la jerga política se conoce como “el call center de Cambiemos”.

Hasta dónde impactaron estas campañas fabricadas en el resultado final que llevó a Mauricio Macri a la presidencia es difícil mensurar. Aún para el todo poderoso Google es complejo medir con exactitud el efecto “de la web a la góndola”.

La venganza peronista

El peronismo acusó recibo del aporreo mediático que recibió en 2015 y hoy las fuerzas están más emparejadas.

Esta grieta trolliana alcanza niveles de manipulación sangrienta, donde la mentira no respeta límites. El caso Maldonado fue una muestra palmaria de lo que son capaces de hacer, tragedia utilizada electoralmente por la oposición hasta el paroxismo, sin importar las consecuencias, y con escasa, lenta y poco inteligente reacción del gobierno, porque también, vale decir, cuando la realidad no acompaña la virtualidad tampoco puede hacer magia.

Cambiemos inventó y motorizó el miércoles, por ejemplo, el hashtag (tendencia) #LaVerdad para defenderse, en una tema que lo perjudica a las claras.

En el medio, el ciudadano incauto que replica y reenvía testimonios, imágenes y audios falsos sin saber que está siendo víctima de operaciones orquestadas desde una oficina.

En Tucumán, Cambiemos cuenta con un importante equipo de manipulación de redes y el peronismo hace unos meses terminó de organizar el suyo, que funciona en grupos repartidos en tres territorios: Banda del Río Salí, Tafí Viejo y Aguilares. Se autodenominan “la venganza peronista”, en referencia al Tucumanazo, el fraude y otras tendencias instaladas en 2015 por Cambiemos. Todo esto, claro está, financiado con su dinero, señor contribuyente.

Ya sabe, cuando reciba un WhatsApp o lea un posteo en Facebook o Twitter piense bien lo que va a hacer, porque si comparte una mentira usted también es cómplice. Entonces no se queje.

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