Sólo una de 10 víctimas escapó de la violencia de género en La Florida

Sólo una de 10 víctimas escapó de la violencia de género en La Florida

Una pareja de italianos se instaló en La Florida y ayudó a un grupo de mujeres golpeadas por sus esposos a instalar una panadería e independizarse. Comenzaron 10 pero apenas queda una, Esther, cuya perseverancia es esperanzadora. “Los hombres son de verdad un problema acá”, dice Valentina Rocca. No obstante, su pareja, César Panieri, opina que “la semilla ya está puesta”

LA GACETA / FLORENCIA ZURITA LA GACETA / FLORENCIA ZURITA
21 Octubre 2015
“Antes estaba juntada, ahora vivo sola con mis hijos, cocino para ellos y comemos tranquilos. Antes no comíamos tranquilos nunca”, dice Esther Almeyda mientras estira un bollo de masa con un palo de madera. Tiene 42 años, nueve hijos y muchísimos problemas. Pero siente que esas horas que pasa en la panadería son sagradas, que le sirven para pensar en ella y desconectarse.

Al principio eran 10 las mujeres que tenían las mismas posibilidades que Esther. Pero sólo ella tuvo las agallas para renunciar a un esposo agresivo, pensar en sus hijos y elegir el camino del trabajo, con todas las consecuencias que implicaría esa decisión. La oportunidad había surgido de la mano de dos jóvenes italianos, quienes eligieron a Tucumán como el lugar en el mundo para misionar.



Un espíritu solidario llevó a Valentina Rocca y César Panieri, su novio, a suspender durante varios meses una vida cómoda en Europa e instalarse en Tucumán. Ella tiene 27 años y es psicóloga, él tiene 28 y es ingeniero en automatización y robótica. Llegaron a La Florida en febrero y se mudaron a una casa antigua, situada frente al ingenio, por donde ven pasar camiones colmados de caña y respiran el humo de la industria.

Pertenecen a la comunidad católica Misioneras de la Inmaculada Padre Kolbe, que tiene sus raíces en Italia pero se diseminó por varios países, entre ellos Argentina. Por medio de esa comunidad, Valentina había llegado a La Florida hace cuatro años. “Esa vez estuve pocos días. Me quedé muy impactada con la realidad de Argentina y quise volver”, cuenta.



Cuando hablan de la “realidad de Argentina”, Valentina y César se refieren a las condiciones en las que viven las familias de bajos recursos. “Si se junta la pobreza con la violencia de género, la precariedad laboral y la falta de cultura del trabajo, se hace muy difícil salir de este círculo”, resume él.

Los hombres

En cuanto se instaló en La Florida, la pareja se contactó con Marina Quiroga, una voluntaria de la comunidad religiosa que los condujo al barrio La Cancha, un asentamiento ubicado a pocas cuadras del ingenio. Tomaron contacto con las familias que viven en ese lugar y decidieron ayudarlos a vivir más dignamente. “Empezamos con la construcción de las casas. La ayuda era: ustedes ponen algo y nosotros colaboramos con lo que falta. El tema es no caer en el asistencialismo”, explica César. De esa manera, varias casas de madera y cartón se transformaron en modestas edificaciones de material.

Valentina recuerda que, mientras realizaban las obras, muchas mujeres se acercaron a contarle que eran víctimas de violencia de género. “Los hombres son de verdad un problema acá. Toman todos los días y la mayoría vuelve a la casa y les pega a la mujer y a los hijos. Son realidades que yo no pensé que existían o, si existían, que eran casos aislados”, dice la joven, con un dejo de tristeza.

Al ver las necesidades de esas mujeres, que dependían de sus parejas hasta para alimentar a sus hijos, surgió la idea de crear un emprendimiento que representara una salida laboral para ellas. “La idea de la panadería nació de ellas mismas”, remarca Valentina. También fueron ellas quienes la bautizaron “El pan de la esperanza”.

Las mujeres

La pareja elaboró un proyecto solidario y lo presentó en un banco de Buenos Aires, que terminó financiándolo. “Con esa ayuda se pudo comprar el material para levantar una pieza donde funcione la panadería. Contratamos un albañil que, junto a César, construyó la estructura”, recuerda Valentina.

Cuando los hombres trabajaban en la obra, ella se reunía con las mujeres del barrio y asistían a la capacitación obligatoria por la que debían pasar para poder formar parte del proyecto. “Al final, de las 10 mujeres que había al comienzo, primero quedaron cuatro y ahora hay dos”, lamenta la joven psicóloga.

“Muchas no podían trabajar porque los hombres no querían que salieran de la casa. A algunas las recuperamos, a otras no pudimos. Lo que pasa es que cuando los maridos ven que ellas empiezan a ganar algo de plata, tienen miedo y se ponen firmes hasta que ellas tienen que abandonar el trabajo. Es algo que nunca me imaginé que iba a ver”, agrega César.

La pareja puso todo su esfuerzo para ayudar a esas mujeres, pero el desafío era demasiado grande. “Hubo una mujer, Ana, por la que luché tanto que las otras se pusieron celosas. Pero después dije ‘basta, ya está’. Porque no importaba lo que pasara, ella volvía siempre con él”, cuenta Valentina.

“Su marido estaba todo el día tomando, los hacía trabajar a los hijos de ella y siempre les estaba pegando. Cada vez que yo me iba, ella empezaba a temblar. Un día que él no estaba en la casa, salimos. Cuando volvió, él se enojó. Se volvió loco. La golpeó tanto que su hermana vino a llamarme para que la ayude. Nos escapamos juntas por un campo, en medio de la oscuridad, mientras él nos buscaba con un machete. Corrimos y corrimos hasta que llegamos a un lugar seguro. Ana se quedó con nosotros dos noches, pero después él le pidió perdón, volvieron y me dio mucha bronca”, relata.



Casos como el de Ana abundan en la zona, según observaron Valentina y César. No pudieron ayudarlas a todas, pero se les infla el pecho cuando ven cuánto ha progresado Esther. Antes de aprender a hacer pan, la mujer vivía con un hombre que la golpeaba. Ella y sus hijos le tenían tanto miedo que lo esperaban sentados y callados cada vez que lo veían llegar a la casa. Ahora ella se levanta temprano, prepara algunas tortillas y masas dulces en la panadería, y sale a venderlas por el pueblo. “De las cuatro que empezaron, es la única que quedó en la panadería (la otra es una jovencita que se sumó hace poco). Su vida cambió por completo. Cuando vi, para las elecciones, que vinieron a ofrecerle plata fácil y ella contestó ‘no, yo tengo mi panadería’, ahí dije: de verdad lo entendió, la semilla ya está puesta”, destaca César.

La pareja dejará mañana Tucumán, pasará unas semanas en Buenos Aires y regresará a su país. Ambos esperan que más mujeres, como Esther, se animen a cambiar sus vidas y aprovechen la oportunidad de la panadería para valerse por sí mismas. Las puertas están abiertas para todas.

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