Amores secretos de Remedios Escalada de San Martín

Amores secretos de Remedios Escalada de San Martín

La autora atribuye a su protagonista tres romances, uno de ellos con Monteagudo. Carlos Páez de la Torre (H).

06 Noviembre 2011
Muy poco sabemos de Remedios de Escalada, fuera de que nació en Buenos Aires en 1797; que se casó a los 14 años con José de San Martín; que tuvo una hija en 1816, en Mendoza, y que murió tuberculosa a los 26, en 1823. Su rostro quedó en dos miniaturas de época. En una aparece de rostro redondo, cabellera negra con tirabuzones y grandes ojos oscuros que miran inexpresivos al amanerado retratista. En la otra, posterior, ojos y rostro se nos antojan velados por la tristeza y el cansancio.
Ahora, la contratapa de esta novela sobre su "pasión y traición" asegura que "apela a la ficción sin descuidar el sólido rigor histórico". En el prefacio, la autora declara que es fruto de "años de investigación". Cuenta que es sobrina en sexta generación de Remedios y que, desde chica, su abuelo le hablaba de ella. Después, un tío le entregó "material inimaginable" y "libros antiquísimos" que, dice, "estudié de arriba abajo". Finalmente, viejos de la familia, "cautos y casi entre murmullos, confesaron lo inconfesable: Remedios había tenido varios amantes, sí. Y uno de esos nombres me dio escalofríos".
Semejante preludio hace prudente dividir en dos partes este comentario.

La historia
Canale sostiene que Remedios tuvo tres amantes sucesivos: Bernardo de Monteagudo, en Buenos Aires; Gregorio Murillo y Joaquín Ramiro, en Mendoza. Los dos últimos nombres distan de ser revelaciones de la memoria familiar: en la revista Todo es Historia, número 15, de 1968, está íntegramente transcripta cierta conferencia de Vicente Quesada, de 1915.
En ella, el gran historiador dijo que, según "la murmuración coetánea", la medida de San Martín de sacar a Murillo y Ramiro del teatro de la guerra -sumada a la afrenta de raparlos- se debía a que estos "brillantes y hermosos oficiales" se habían "atrevido a galantear a su esposa". Llamaba a la especie una "calumnia", fruto de intrigas de la mulata Jesús, esclava de los Escalada que acompañó a Remedios a Mendoza.
Es decir que van corriendo 96 años desde que en la historiografía argentina se mencionaron esos nombres. Sea calumnia para Quesada o hecho cierto para Canale, de todos modos atribuirles rol de amantes carece de novedad. Esto además de estar cuestionada seriamente la veracidad: la profesora Florencia Grosso cita constancias documentales para probar que ni Murillo ni Ramiro estaban en Mendoza en la época del supuesto galanteo.
Nunca mentó la historiografía, en cambio, al supuesto primer favorecido, Monteagudo. Supongo que tal es el nombre que produjo "escalofríos" a la autora. No puede negarse que la relación pudo ser posible. Pero habría que tener una muy buena fuente para sostener que el tucumano, a quien San Martín conocía y estimaba desde 1812 (y a quien nombró, sucesivamente, auditor y secretario de Guerra del Ejército de los Andes y ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores del Perú), hubiera sido también, en algún momento de 1814, el oculto amor de su mujer. Y suena muy extraño que una situación de ese tipo escapara a los chismes del vecindario entonces y, después, a la noticia de los historiadores.
¿El vínculo con Monteagudo fue lo que revelaron sus parientes a la autora? ¿Consta en aquel "material inimaginable", o en aquellos "libros antiquísimos"? Qué interesante hubiera sido que Canale -con la minucia que pone para transcribir, de vez en cuando, documentos en su novela- reprodujese, con origen debidamente individualizado, el candente testimonio escrito o verbal que señale a Monteagudo como compañero de Remedios en el debut de adúltera. Hubiera sido un homenaje al "rigor histórico" que proclama la contratapa, y no nos quedaría flotando la duda de si es parte de la ficción.
En cuanto a la trama en la que se inserta todo, es por demás pobre. Suena como si, a un esquema tomado de los textos secundarios de mediados del siglo pasado -Astolfi, Ibáñez, por ejemplo- la autora se hubiera ocupado de rellenarlo con diálogos, descripciones de estados anímicos y de salud, toques de paisaje o de costumbres. No hay lugar común de la historiografía oficial que se omita.

La literatura

Canale tiene oficio de periodista y por cierto narra con corrección. Pero a la novela le falta ese ángel del lenguaje que crea y que sugiere climas. Entrega un relato chato y sin sorpresas de ningún tipo, poblado de "postales" históricas y de personajes esquemáticos que inclusive hablan un extraño lenguaje: los enfáticos "tenéis" y "habéis" alternan de pronto con otros modos verbales. Se deslizan palabras como "prioritario" o "listado", o expresiones como "cara de nada", francamente actuales. Eso para no hablar de clichés obsoletos, como el "temple de acero" o el "desarrollo de los acontecimientos".
Nada diré de ciertos "rasgos" sanmartinianos que suenan a ridículos. Invitado a comer por primera vez en lo de Escalada, San Martín deja súbitamente la sala y se instala en la cocina, cuando ve que su edecán comerá allí y no en la mesa: y toda la familia -salvo la futura suegra- pasa a sentarse rodeada de cacerolas. Cuando va a pedir la mano de la niña, dice al futuro suegro: "agrego a mi petición una fuerte suma de dinero"; acto seguido, entrega una bolsa a don Antonio quien, después de escudriñar el contenido, se la guarda. En la noche de bodas, enfurecido, arroja al fuego todo el trousseau de Remedios, porque "la mujer de un soldado no puede andar calzada de seda". Y antes de iniciarse el combate de San Lorenzo, el futuro Libertador siente que sube su adrenalina, porque "hacía mucho tiempo que no mataba".
No vale la pena seguir. Creo que Pasión y traición es una chata novela, a pesar del astuto recurso de marketing que envuelve al prólogo. Constituye, sin duda, un nuevo aporte a la extendida tendencia actual, de introducirse de cualquier modo en el dormitorio de los personajes históricos para "humanizarlos". Le auguro, en ese sentido, el mayor de los éxitos. © LA GACETA

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