El lobby debe ser el arte de persuadir sin corromper

El lobby debe ser el arte de persuadir sin corromper

Todos los días, los despachos oficiales albergan reuniones donde representantes de los más variados sectores de la sociedad defienden diversos intereses. La búsqueda de una acción oficial para conseguir beneficios puntuales carece de una regulación legal que blanquee esta actividad cotidiana. Las diferencias entre los contactos eventuales y los profesionales.

28 Marzo 2010
Las puertas del despacho se abrieron este lunes, pasadas las 17. Se acomodaron en la larga mesa, frente al legislador José Alberto Cúneo Vergés. Fueron a pedirle una ampliación de fondos para un programa estatal, cuyos recursos fueron drásticamente reducidos en comparación a los del año pasado. Una hora más tarde, salieron con la promesa de aumento si presentaban propuestas viables.

Sin darse cuenta, esos seis actores, directores y dramaturgos se transformaron en lobbistas para conseguir más dinero en la cuenta del Fondo de Promoción del Teatro Independiente (Ley 7.854).

"Grupo de personas influyentes, organizado para presionar en favor de determinados intereses", es la definición del Diccionario de la Real Academia Española de Letras al vocablo lobby, aceptado como voz inglesa. La segunda acepción es la idea de vestíbulo de ambientes amplios y públicos, contracara de las gestiones que se realizan habitualmente a puertas cerradas.

La escena real relatada al comienzo de esta nota no es la que normalmente se dibuja en las mentes al hablar de un lobby. Por el contrario, se piensa en trajes azules o negros, corbata al tono y portafolios abultados, y en visitas asiduas a legisladores, jueces o funcionarios en busca de obtener alguna ventaja preferentemente personal, lo que contiene una carga negativa. Sin embargo, su actividad está blanqueada y reconocida en las principales democracias del mundo, como uno de los pilares sobre el que se asienta la actividad estatal.

La idea de que el lobbista es un oscuro y corrupto personaje domina el imaginario, tal como queda evidenciado en la mayoría de los cuarenta comentarios realizados en la convocatoria efectuada por internet de LA GACETA. Este extremo es distinto del que debe dominar su labor práctica; según sus defensores, es su desvirtuación.

Contra las coimas
El reconocido gestor de intereses (ya fallecido), Guillermo Molinelli, afirmaba: "el lobbying es obtener lo que uno quiere sin pagar coimas, es la alternativa a la corrupción; el medio es persuadir, convencer, presionar, negociar, pero sin coimear".

En el mismo sentido se pronunció Armando Alonso Piñeiro (autor del libro "El quinto poder: teoría y práctica del lobbying"). "La función del lobbista es obtener resultados específicos favorables a su cliente, utilizando la información como instrumento, no como un fin", sostuvo.

Diferencias

Hay aspectos sensibles que diferencian a la acción de los teatristas de los lobbistas: mientras que en los primeros la gestión fue eventual, movidos por una situación extraordinaria, los otros son normalmente profesionales en la materia, especializados en el arte de persuadir a quienes toman las decisiones. Además, los actores cumplieron con todo el recorrido burocrático, desde el pedido de reunión por nota. Sin embargo, este trámite es la excepción: contactos directos con los hombres del poder; amistades comunes; vínculos religiosos, sociales, deportivos o culturales; años de estudio en la misma secundaria o facultad, vecindad y una larga lista de situaciones similares facilitan el acceso a las oficinas. Fuertes y previos lazos de identidad son, casi siempre, una llave para franquear puertas.

En cambio, unos y otros deben compartir como principio el alejamiento con la generalizada idea de estar frente a un hecho corrupto.

El lobby no es una actividad nueva: por el contrario, el milenario Libro del Talmud (redactado 170 años antes de Cristo) establecía que el litigante no debía exponer sus causas ante el juez sino en presencia de su contrario, para limitar lo que hoy se define comúnmente como alegato de oreja. El origen mismo de la palabra se remonta al siglo XVIII, y hace referencia a las reuniones que en Gran Bretaña tenían dirigentes de distintas áreas con los miembros de la Cámara de los Comunes para conseguir determinados favores, en los salones parlamentarios fuera del recinto.

Si la realidad se acerca o se aleja de la representación social depende de la creencia de cada uno. Pero una legislación adecuada y su cumplimiento estricto permitirá reducir la distancia entre ambos campos y generar confianza. Lamentablemente, existe una pronunciada mora parlamentaria en sancionar normas que regulen esta práctica habitual.

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