Paul Auster, un escritor autorreferencial

Paul Auster, un escritor autorreferencial

Por Hernán Carbonel

“el mundo esta en mi cabeza. mi cuerpo esta en el mundo”. En las novelas de Auster hay siempre un personaje que escapa. “el mundo esta en mi cabeza. mi cuerpo esta en el mundo”. En las novelas de Auster hay siempre un personaje que escapa.
16 Noviembre 2008

Hay ciertas líneas directrices que atraviesan toda la obra de Paul Auster, desde su primera novela (prueba ensayo de novela, en realidad) La invención de la soledad, hasta su anteúltima obra publicada, Viajes por el Scriptorium, que viene a cerrar definitivamente una especie de argumento único e indivisible de toda su narrativa.
Esas líneas son la identidad, la relación entre experiencia y literatura, el azar (“la mecánica de la realidad, las extrañas maneras en que las cosas ocurren en el mundo”), la idea del doble, la meta y la paratextualidad -asociadas a esa idea tan norteamericana de la Novela Unica contada fragmentariamente- y los personajes en fuga constante.
En las novelas de Auster hay siempre un personaje que escapa o desaparece. Esas fugas son el repudio al porqué de seguir adelante con proyectos y certidumbres por la sola necesidad de justificar el tiempo que se les ha dedicado: es preferible perder absolutamente todo lo que se ha conseguido para ir en busca de aquello que no tiene ni rostro ni nombre. Quien no se formula estos planteos, no huye, y quien huye es porque ha partido en busca o evasión de sí mismo. Dicho de otro modo, sería una acción para la no-acción de una acción. En esos personajes huidizos vive la condición épica del abandono. Son, en definitiva, una reformulación del Wakefield, de Hawthorne.
Es en la Trilogía de Nueva York y en Leviatán, en particular, donde estos elementos se advierten con mayor intensidad. Una frase del propio Auster parece resumirlo todo: “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo”.
Y es entonces cuando se duplican, cuando hace aparición la noción del doble. Si alguien huye, deberá haber otro, el personaje narrador -pues quien se ausenta nunca narra- que se convertirá en su perseguidor para relatar la historia y ser testigo a distancia de los hechos. Su doble, antítesis a la vez que espejo, tomará la voz. Las ausencias “en cuerpo” de los personajes de Auster tienen que ver con el no estar pero ser. Ninguno de los dos representa el bien y el mal o el cielo y el infierno; no son maniqueos. Y la presencia de ambos es tan esencial como lo puede ser la misma trama que los contiene.
A las marcas de la vida del autor en su obra, entrando y saliendo de uno y otro mundo (el “real” y el ficticio, en esa “separación entre el adentro y el afuera, y sobre cómo la gente enfrenta o evita el abismo que hay en el medio”), se suman los giros metatextuales: las habitaciones cerradas, los cuadernos rojos, personajes que aparecen y reaparecen en una y otra novela, ligados casi todos ellos a la literatura; un escrito dentro de otro escrito que comparten el título; en definitiva: una escritura que habla a través de la escritura. Como en una contrafoto, una cámara aparece en la imagen tomada. Se revela necesario contar que se está contando, poner en relieve los instrumentos de la construcción.
Tal vez por esto cierto sector de la crítica mundial haya sido un poco despectivo hacia Auster en estos últimos años, y lo haya tildado de excesivamente reiterativo y autorreferencial. Pero es entonces cuando su novela anterior a Un hombre en la oscuridad, titulada Viajes por el Scriptorium, puso el broche perfecto para que el círculo perfecto por sí mismo cerrara. Scriptorium es la historia de un autor reescrito por sus personajes: son ellos, los personajes, los que han atrapado al escritor, lo han encerrado en una habitación, cobrándose una deuda terminal: que él, en algún momento, haya decidido por ellos.
© LA GACETA

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