09 Marzo 2008
Tengo 30 años y nací en el seno de una familia muy humilde en Cevil Redondo, Tucumán. Cuando tenía tres años, mi padre abandonó a mi madre junto a mi hermano menor y a mí, para irse a vivir a Mendoza y nunca más volver.
Mi madre nos crió como pudo. Sufrimos carencias de todo tipo, hasta que cumplí nueve años y ella formó pareja con un señor amable y aparentemente bueno, que vino a vivir a casa.
Al cabo de unos años, mi madre enfermó y quedó postrada por un largo tiempo con una enfermedad terminal. Entonces este señor empezó a llevarme al cine a ver peliículas pornográficas, a hablarme de cosas que pasaban entre los hombres y las mujeres, me enseñó a fumar, etcétera. Yo inocentemente pensaba: “¡Qué bueno tener a alguien mayor tan permisivo, tan moderno, que me enseñara cosas que mis amigas ni siquiera sabían!”.
Todo esto duró hasta que un día él me dijo que yo le gustaba, que me deseaba, y que no tuviera reparos porque con mi madre “ya no pasaba nada”. Yo tendría por entonces unos trece años. Desde ese día todo cambió en casa. Yo me busqué un trabajo de mucama cama adentro y me fui de casa. Al cabo de unos años, pensando que todo sería distinto, volví a casa y retomé el secundario.
Al principio todo parecía normal, hasta que en secundaria me puse de novia con un compañero y ahí todo comenzó de nuevo. Un día mi padrastro fue a mi escuela y me amenazó a mí y a mi novio con golpearnos si nos volvía a ver juntos. No le hice caso y seguí de novia, hasta que un día decidió seguirme. Entonces, en plena calle y delante de un montón de gente, me pegó una cachetada que me marcó los dedos en la cara y a él le dio una paliza que le quebró el pómulo y le desfiguró la cara.
Pasaron los años. El me espantaba cuanto chico se me acercaba. Me vigilaba día y noche, hasta que comencé a salir con un flaco alto. No se animó a amenazarlo, porque era más grande y más fuerte que él. Entonces esperó un día que volviera de trabajar y en casa, apenas entré, me recibió con un golpe de puño en la cabeza. Yo caí al piso, mareada, y ahí me pegó todo lo que pudo hasta dejarme inconsciente y con el rostro bañado en sangre, desfigurado totalmente. Mi cabeza era un globo de lo hinchada que estaba.
Cuando me pude incorporar, tambaleante, chorreando sangre, escupiendo muelas y dientes, me fui a la comisaría y lo quise denunciar. Pero el policía que estaba de guardia me dijo: “Mire, niña, estos problemas domésticos vaya a hablarlos en familia”. Entonces me fui a otra comisaría y ahí sí me tomaron la denuncia. Pero en eso quedó.
Un callejón sin salida
Me citaron una sola vez. El policía que estaba tomando nota me dijo: “¿Querés ratificar la denuncia? Mirá que se te viene una complicación grande. Ir y venir de Tribunales... Vale la pena? Pensalo”. Entonces le dije muy convencida que sí, pero me di cuenta que de ahí no iba a pasar el trámite, así que decidí renunciar a mi trabajo y con muy poco dinero me vine a Buenos Aires. Acá me alquilé un cuartito que hasta murciélagos tenía. Conseguí trabajo en una farmacia por la mañana y un supermercado por la tarde. Empecé la facultad de Ingeniería, me recibí, me casé, y tengo dos hijos hermosos que son la luz de mis ojos.
Después de muchos años de terapia logré superar tanta amargura vivida, pude perdonar a mi papá que me abandonó y lo conocí después de casi treinta años de ausencia. También perdoné a mi padrastro, que un día -llorando y golpeándose el pecho- me pidió perdón por todo el daño que me había hecho. Hasta el día de hoy mantenemos contacto telefónico, aunque a veces después de hablar con él suelo tener pesadillas.
Hoy, después de muchos años de vivir lejos de mi provincia, de la tumba de mi madre, de las montañas que tanto añoro, pude volver sin temores. Acercarme al lugar donde crecí y sentirme libre de andar y desandar caminos, sin esos ojos celosos en mi espalda.
Mi madre nos crió como pudo. Sufrimos carencias de todo tipo, hasta que cumplí nueve años y ella formó pareja con un señor amable y aparentemente bueno, que vino a vivir a casa.
Al cabo de unos años, mi madre enfermó y quedó postrada por un largo tiempo con una enfermedad terminal. Entonces este señor empezó a llevarme al cine a ver peliículas pornográficas, a hablarme de cosas que pasaban entre los hombres y las mujeres, me enseñó a fumar, etcétera. Yo inocentemente pensaba: “¡Qué bueno tener a alguien mayor tan permisivo, tan moderno, que me enseñara cosas que mis amigas ni siquiera sabían!”.
Todo esto duró hasta que un día él me dijo que yo le gustaba, que me deseaba, y que no tuviera reparos porque con mi madre “ya no pasaba nada”. Yo tendría por entonces unos trece años. Desde ese día todo cambió en casa. Yo me busqué un trabajo de mucama cama adentro y me fui de casa. Al cabo de unos años, pensando que todo sería distinto, volví a casa y retomé el secundario.
Al principio todo parecía normal, hasta que en secundaria me puse de novia con un compañero y ahí todo comenzó de nuevo. Un día mi padrastro fue a mi escuela y me amenazó a mí y a mi novio con golpearnos si nos volvía a ver juntos. No le hice caso y seguí de novia, hasta que un día decidió seguirme. Entonces, en plena calle y delante de un montón de gente, me pegó una cachetada que me marcó los dedos en la cara y a él le dio una paliza que le quebró el pómulo y le desfiguró la cara.
Pasaron los años. El me espantaba cuanto chico se me acercaba. Me vigilaba día y noche, hasta que comencé a salir con un flaco alto. No se animó a amenazarlo, porque era más grande y más fuerte que él. Entonces esperó un día que volviera de trabajar y en casa, apenas entré, me recibió con un golpe de puño en la cabeza. Yo caí al piso, mareada, y ahí me pegó todo lo que pudo hasta dejarme inconsciente y con el rostro bañado en sangre, desfigurado totalmente. Mi cabeza era un globo de lo hinchada que estaba.
Cuando me pude incorporar, tambaleante, chorreando sangre, escupiendo muelas y dientes, me fui a la comisaría y lo quise denunciar. Pero el policía que estaba de guardia me dijo: “Mire, niña, estos problemas domésticos vaya a hablarlos en familia”. Entonces me fui a otra comisaría y ahí sí me tomaron la denuncia. Pero en eso quedó.
Un callejón sin salida
Me citaron una sola vez. El policía que estaba tomando nota me dijo: “¿Querés ratificar la denuncia? Mirá que se te viene una complicación grande. Ir y venir de Tribunales... Vale la pena? Pensalo”. Entonces le dije muy convencida que sí, pero me di cuenta que de ahí no iba a pasar el trámite, así que decidí renunciar a mi trabajo y con muy poco dinero me vine a Buenos Aires. Acá me alquilé un cuartito que hasta murciélagos tenía. Conseguí trabajo en una farmacia por la mañana y un supermercado por la tarde. Empecé la facultad de Ingeniería, me recibí, me casé, y tengo dos hijos hermosos que son la luz de mis ojos.
Después de muchos años de terapia logré superar tanta amargura vivida, pude perdonar a mi papá que me abandonó y lo conocí después de casi treinta años de ausencia. También perdoné a mi padrastro, que un día -llorando y golpeándose el pecho- me pidió perdón por todo el daño que me había hecho. Hasta el día de hoy mantenemos contacto telefónico, aunque a veces después de hablar con él suelo tener pesadillas.
Hoy, después de muchos años de vivir lejos de mi provincia, de la tumba de mi madre, de las montañas que tanto añoro, pude volver sin temores. Acercarme al lugar donde crecí y sentirme libre de andar y desandar caminos, sin esos ojos celosos en mi espalda.