Este año arrancamos el ciclo lectivo interpelados por una serie que nos llevó a muchos padres a preguntarnos ¿cuál es el plano en el que se mueven nuestros hijos cuando se encierran con el teléfono o con la computadora y que nosotros somos incapaces de advertir? ¿A qué riesgos se enfrentan, qué códigos usan? ¿Cuáles son los disparadores que pueden convertirlos en víctimas o en victimarios? “Adolescencia” nos conmovió no sólo por el planteo de una trama que revela cuán vulnerables somos como familias, sino también por la potencia narrativa de una puesta de alta calidad. Hay otra serie menos estridente, menos lúcida tal vez, pero igual de relevante por el tema que aborda. Se llama “Invisible” y el nombre ya es una pista concreta que nos conduce a un drama que está destruyendo vidas todos los días. Veamos por qué.
El protagonista, un chico español de 12 años, termina internado a raíz de lo que aparenta ser un accidente, pero del que hay poca información: ni los compañeros, ni sus amigos más cercanos, ni las autoridades de la escuela dicen saber qué fue lo que ocurrió. Por momentos parece haber un pacto de silencio alrededor de este hecho que un psicólogo intenta reconstruir. Sin ser ninguna obra maestra, “Invisible” pone el foco en la violencia entre pares, en el ensañamiento de unos sobre otros, en la inacción de docentes y directivos escolares, y en la trama de complicidad que se teje desde el mutismo. Porque en este punto hay una clave que nos puede conducir directamente a cualquier escuela o colegio de Tucumán, donde el bullying -o el acoso escolar, en castellano- está causando estragos.
“El bullying no es el problema; es el emergente de lo que no resolvimos antes”Fenómenos inquietantes
El viernes pasado, una nena tucumana de nueve años decidió que quería morir. Y frente a semejante drama, sólo queda el espanto, porque es inevitable preguntarse cómo puede ser que haya llegado a semejante resolución si se supone que a esa edad sólo debería preocuparse por trivialidades, como jugar o estudiar. Hay que tener cuidado: creer que este es un caso aislado o una rareza que no responde a ningún patrón es una tentación peligrosa. Nuestros chicos y adolescentes están en peligro, porque los amenazan epidemias que están generando daños todavía imposibles de dimensionar. Y si bien quizás no todos los días nos encontremos frente a desgracias tan extremas, debajo de este hecho da la impresión que subyacen fenómenos inquietantes que, al menos por ahora, lucen imparables.
En este suceso puntual, hay quienes creen que el acoso escolar puede haber operado en la niña como el detonante de una crisis que se venía gestando por una suma de factores muy delicados que la Justicia ahora debe investigar. Al menos, esta es la hipótesis que circula entre algunos docentes y funcionarios de Educación. Mientras tanto, las dudas se multiplican: ¿cuántas nenas como ella viven calvarios inimaginables todos los días? ¿por qué da la impresión de que las autoridades llegan tarde a estos hechos (si es que llegan)? ¿Cuando le damos un teléfono a nuestros hijos somos conscientes de los mundos a los que los exponemos? ¿Han desarrollado las herramientas emocionales necesarias para defenderse o necesitan más tiempo? Sin dudas, las tragedias nos empujan a reflexionar. Y, más allá de lo que logren desentrañar los investigadores que se abocarán a este caso, nunca es mal momento para hablar sobre el bullying.
Hay un podcast interesantísimo. Forma parte del programa “Aprendamos juntos” del BBVA y lo conduce Nélida Zaitegui, maestra española y pedagoga especializada en casos de prevención de acoso escolar entre iguales. Ella dialoga con chicos de distintas nacionalidades, algunos que han sufrido bullying, otros que lo han ejercido y también con los que oficiaron como espectadores, que constituyen una parte relevante del problema. Porque para que una situación se considere acoso debe cumplir tres condiciones: intencionalidad de dañar, un desequilibrio de poder (a menudo de un grupo hacia un individuo) y repetición en el tiempo que deriva en un impacto profundo en la salud mental. Siguiendo a Zaitegui y de algún modo conectando con la serie “Invisible”, podemos decir que se trata de un asunto que se nutre principalmente del silencio de todas las personas implicadas. Por eso, romper ese mutismo es fundamental.
“Hicieron oídos sordos”: piden justicia tras una denuncia de bullying en la escuela Julio RocaLa tecnología ha introducido una nueva dimensión en este drama, porque el acoso ya no termina en la escuela, sino que se vuelve permanente, persigue a los chicos hasta lo más recóndito de su intimidad. Con las redes sociales se terminaron los lugares seguros (el que proporcionaba el hogar, por ejemplo); las víctimas ya no pueden hacerse invisibles o escabullirse al menos durante unas horas del día. La violencia está en la pantalla, al alcance de la mano las 24 horas, opresiva, asfixiante, abrumadora. Vale la pena preguntarse una vez más ¿somos realmente conscientes de las puertas que abrimos cuando les damos un teléfono a nuestros hijos? ¿No nos estamos apresurando?
Paradojas que sanan
El suplicio diario que atraviesan innumerables padres consiste en no saber cómo romper la barrera de silencio que configura el acoso. En la impotencia atroz de ser testigos del sufrimiento de sus hijos sin poder entender muy bien cuál es el modo de ayudarlos. Según Zaitegui, una de las claves está, paradójicamente, en aprender a escuchar. Es decir, acá no basta con oír lo que nos cuentan, sino que debemos intentar entender lo que sienten para generar un marco de confianza que les devuelva el apoyo emocional que el acoso les ha quitado. Recién entonces -y no antes- podemos empezar a desandar el largo camino de la sanación. (Comentario al margen: los papás que crían hijos que les cuentan aquello que les preocupa, entristece o alegra, poseen un tesoro ¡Cuídenlo!)
Frente a estas tragedias cotidianas, tal vez el peor error que podemos cometer es el de repetir como autómatas esa frase que se ha vuelto tan habitual en los mayores de 40 años: “en mi época también había bullying y nadie hacía tanto drama”. Cuando verbalizamos ideas como esta no sólo contribuimos -posiblemente sin quererlo- a banalizar la violencia, sino que desnudamos el desamparo emocional al que estuvimos expuestos durante buena parte de nuestras vidas y cuyas consecuencias seguramente aún estamos pagando. Tal vez, formando acosadores sin darnos cuenta.