

En su “Crónica de la Revolución de Mayo”, Vicente Fidel López (hijo del autor de la letra del Himno Nacional, Alejandro Vicente López y Planes, testigo presencial de las gloriosas jornadas de 1810) cuenta a través de un documento firmado por C.A. (¿Cosme Argerich?) que en la sala todo quedó en silencio. La solemne ceremonia era presenciada por jefes militares, autoridades eclesiásticas y no faltaban los distinguidos vecinos. El síndico abrió los Santos Evangelios en el Libro de San Lucas. El alcalde mayor hizo la señal que todos esperaban conmovidos y Cornelio Saavedra se arrodilló y extendió su palma sobre la Biblia. A un tiempo los demás miembros de la Junta también se arrodillaron. Castelli puso su mano sobre un hombro de Saavedra y Belgrano sobre el otro hombro. Los otros fueron imitando el mismo gesto sobre los hombros de sus antecesores de acuerdo a los lugares que ocupaban y así, esos hombres entrelazados hicieron el juramento que les abrió las puertas de la historia. Una cadena humana, símbolo de la fraternidad revolucionaria, todos arrodillados en reconocimiento de su condición finita y terrenal, podían escuchar el llanto de los presentes, conmovidos según el testigo privilegiado, pues veían en el solio de los virreyes a sus amigos y condiscípulos. “Sentíamos el hálito de Dios sobre nuestras frentes, al vernos pueblo libre”, escribe emocionado el autor del documento y agrega: “Al diablo los virreyes, el solio de la soberanía popular es más que los reyes”. Frente a esas lágrimas, gritos y risas de felicidad, es que Cornelio Saavedra se puso de pie y dijo las primeras palabras pronunciadas en celeste y blanco: “Nos exhortó al Orden, a la Unión y a la Fraternidad”. También habló de respeto y generosidad para con el Virrey caído y sus partidarios. Y por supuesto que siguiendo con la “máscara de Fernando VII” rogó por el Rey y su pronta liberación. Cintas de colores, paraguas, carretas tiradas por bueyes y una plaza colmada suelen ser las referencias más citadas de aquella Gesta en los actos escolares. También el Cabildo como telón de fondo y reuniones secretas en casas de patriotas, donde se escribían y tachaban peticiones a la autoridad. Un pueblo que quería saber qué se trataba dentro de la Fortaleza y la Sala Capitular. Y una lluvia que caía intermitente en el otoño de la Ciudad de la Santísima Trinidad, puerto de Santa María de los Buenos Ayres. Yo prefiero recordar “el rito del juramento”, pues encuentro en el mismo una guía para tiempos difíciles: la existencia de un ideario previo que ilumina a la acción, el abrazo del hermano que alienta a la voluntad, la generosidad con el adversario, el respeto a las creencias religiosas, el coraje para iniciar nuevos caminos, la libertad y la responsabilidad consecuente, el reinado de la voluntad popular, la alegría de los amigos llorando de emoción y por sobre todo a pesar de sus diferencias, la unión (de hombres jóvenes y mayores; militares, sacerdotes, letrados y comerciantes; criollos y nacidos en España) para ponerse al servicio de un sueño colectivo, la embrionaria y anhelada “Nación Argentina”.
Miguel Ángel Reguera
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