Los asesinos de ciudades
Los asesinos de ciudades

Las ciudades surgieron hace miles de años por diferentes necesidades humanas. Se entiende por urbanización a la aglomeración de infraestructura, población y actividades vinculadas, y la ciudad es la base física donde convergen sus habitantes -ciudadanos-, servicios y espacios públicos.

Las ciudades no son eternas. Muchas grandes urbes que parecían inmortales han desaparecido, otras han sufrido mutaciones drásticas, destrucciones parciales o totales o han sido directamente abandonadas.

Este proceso se encuadra dentro de lo que los investigadores denominan “urbicidio”, que es el asesinato de la ciudad.

Uno de los primeros en abordar este debate fue Marshall Berman en la década del 80, cuando comenzó a estudiar la destrucción de la zona sur del Bronx, un populoso barrio de Nueva York, según recuerdan los investigadores, expertos en desarrollo urbano y académicos de varias universidades, Fernando Carrión Mena y Paulina Cepeda, en un profundo y minucioso trabajo titulado “Urbicidio: la muerte de la ciudad” (Flacso Ecuador, 2022), del que participaron más de 60 intelectuales de primer nivel de Estados Unidos, Europa y América Latina.

Las razones que empujan al abismo a una metrópoli son tan variables como antiguas, aunque nuevos estudios, como el de la historiadora de la arquitectura Françoise Choay, determinaron que a comienzos del Siglo XX comenzó un proceso de deconstrucción de la ciudad, tal como se la conocía desde sus inicios.

¿Progreso?

Algunos factores fueron la modernidad, con la cada vez mayor injerencia del transporte automotor y el aumento de la inseguridad, lo que explica la destrucción puntual de ciertos lugares de Nueva York.

La modernidad también explica lo que se pierde por los efectos de la inversión inmobiliaria, la destrucción por desposesión de viviendas y la expulsión de la población en busca de mejor calidad de vida.

Carrión añade dentro de la modernidad a la gentrificación, un proceso de renovación y reconstrucción urbana donde personas de clase media o alta desplazan a los habitantes más pobres para revalorizar un área. Esto está ocurriendo muy fuerte en EEUU y en Europa y desde hace unas tres décadas en algunos barrios porteños, con Palermo a la cabeza, o en menor escala y más cerca nuestro, en Yerba Buena, Tafí Viejo, Barrio Sur y Barrio Norte.

Otros dos procesos que introduce la modernidad en la deconstrucción de grandes urbes son la “colonización de la memoria”, que puede ocurrir por la propia gentrificación, la construcción de edificios en altura y barrios nuevos, avenidas y autopistas o demoliciones emblemáticas, y la “desurbanización”, donde grandes ciudades empiezan a perder población.

Este fenómeno se detectó por primera vez a finales de los años setenta en Estados Unidos, luego en países europeos y ahora se extendió a todo el mundo.

Algunos habitantes prefieren dejar la gran urbe para evitar problemas de congestión de tráfico, contaminación (auditiva, atmosférica, sanitaria, etc), alto precio de la vivienda y de gastos, entre otros, para mudarse a lugares más tranquilos, con menor densidad de población y mayor calidad de vida.

Esta tendencia se agudizó durante la pandemia cuando mucha gente se mudó a lugares más alejados, aprovechando además la modalidad de teletrabajo.

Desastres naturales y antrópicos

Al “urbicidio” deben sumarse fenómenos naturales como erupciones volcánicas, terremotos, inundaciones o incluso plagas y pandemias, entre otros.

Otros factores son la destrucción violenta de lo material ocurrido en las guerras, como Alepo, el terrorismo (Nueva York) y la violencia extrema (Medellín).

Pompeya es un ejemplo de una destrucción total por fenómenos naturales, o casi totales como las colombianas Armero (volcán) o Popayán (terremoto).

Sin mediciones oficiales, en la argentina Rosario, no es poca la gente que comenta en las redes que analiza abandonar esa ciudad por la violencia narco incontrolable.

Estas necrosis urbanas no siempre comprenden a toda la ciudad, sino a veces a partes, como un barrio, el deterioro de infraestructuras o el desmejoramiento de servicios, como salud, educación, agua o electricidad.

Hay además razones antrópicas (daños causados por la actividad humana), que es lo que le ocurrió a Detroit, a causa del patrón de acumulación global. Pasó en poco tiempo de ser una ciudad modelo del capitalismo estadounidense a ser un gran cementerio cada vez más abandonado.

Choay incluye también en el “urbicidio” a los efectos de la ciudad neoliberal, como organizar los territorios a la manera de una constelación de espacios discontinuos y de sociedades fragmentadas y segregadas, con la expansión de countries y barrios privados o sectores cuyo costo de vida es expulsivo para la mayoría. Puerto Madero es un puntual ejemplo argentino.

Explica que desde la década del ochenta entran con fuerza la cada vez menor injerencia del Estado en políticas inmobiliarias y la desregularización con la lógica del mercado y la globalización, “produciendo procesos de alienación significativos que generan dinámicas urbanas contrarias a la vida y al bienestar”.

Los urbanistas vienen advirtiendo que los barrios privados ahorcan a las ciudades, interrumpen la circulación fluida, ya que por cuadras o kilómetros anulan las calles y encierran a otros sectores, quitándoles valor inmobiliario y dinamismo comercial y social.

Carrión aclara que “el urbicidio no es el fin de la ciudad sino solo de ciertas partes de ella o de aquellas que no velan por la calidad de vida de su población, por el bienestar de sus vecinos y por el buen vivir de sus ciudadanos, porque la conciben como un objeto mercantil y de negocio, con el aval del Estado”.

Delitos no tipificados

En esta investigación, Carrión y Cepeda concluyen que el “urbicidio” no es un fallecimiento natural, porque ocurre con premeditación y con un orden específico. Afirman que es un proceso deliberado, tras del cual hay actores públicos, privados y ciudadanía explícita.

Lo comparan con un asesinato, que incluso debería tipificarse como un delito, incluido dentro de los códigos de nuestras ciudades y países.

Si existe el derecho a la ciudad, su violación debería tipificarse como delito, como también si se transgrede el derecho de la naturaleza. “Ya existen delitos ambientales y patrimoniales, faltan los urbanos”, recomiendan.

Entonces, ¿quién es responsable por el deterioro, destrucción, abandono, erosión de la ciudad? ¿Y qué ciudades surgirán después de sus mayores catástrofes, naturales, sociológicas o antrópicas?

Con este enfoque los investigadores cambian radicalmente los abordajes tradicionales de la ciudad, concentrándose menos en la producción y más en su destrucción; menos en lo que se gana y más en lo que pierde; menos en la memoria y más en el olvido. Y para esto se debe comprender a la ciudad a través de las causas de su propia destrucción, para confrontarlas, generar propuestas y contrarrestarlas.

El “urbicidio” tucumano

En esta columna hemos planteado en varias oportunidades los diferentes “urbicidios” tucumanos de sus ciudades, principalmente de la capital y de su Área Metropolitana Tucumán (AMT), ya que con más de un millón de habitantes concentra casi el 70% de la población de la provincia.

Un caso es el desmonte descontrolado, sobre todo de un área tan sensible para el equilibrio ambiental como es el piedemonte, tanto para agricultura como para urbanización.

Desde la perspectiva de los expertos que hemos citado, este latrocinio debería tipificarse como un delito donde intervienen actores públicos, particulares y una ciudadanía copartícipe.

“La ciudad es un bien común, pero se está manejando como un bien privado”, apuntó Cepeda en una entrevista al prestigioso medio ecuatoriano “La línea de fuego”.

La construcción de barrios privados a diestra y siniestra sin contemplar los intereses comunes y urbanísticos de la urbe, y sin planificación alguna, o de edificios en altura sin las previas obras de infraestructura para que no colapsen los servicios públicos. Los derrames cloacales que afectan seriamente a la salud pública y las incontables pérdidas de agua potable que llevan años.

El abandono del dique El Cadillal que con su colmatación que avanza sin pausa ya tiene fecha -próxima- de defunción, a la que ahora se le suman las pérdidas en las presas laterales.

La tantas veces anunciada recuperación del contaminadísimo río Salí, su saneamiento, y la revalorización de sus márgenes para múltiples usos colectivos y la expansión de espacios verdes tan necesarios. Y el peligroso y denigrante avance de asentamientos precarios en sus costas, que son patrimonio de todos los tucumanos.

Las constantes inundaciones en media provincia cada verano, y cada vez más violentas en el Gran Tucumán a causa de la deforestación, la urbanización sin planificación y la falta de obras de infraestructura para contener las crecidas. No son desastres naturales, son producto de las acciones -o inacciones- del hombre.

El tránsito desquiciado, violento y sin la más mínima educación vial hacen que Tucumán duplique a la media nacional porcentual en personas fallecidas en siniestros.

Se podría inferir que la elevada densidad poblacional de la provincia actuaría como un agravante, sin embargo los territorios que lideran este ranking siniestro son todas provincias del norte. Para el caso, Ciudad de Buenos Aires, con 15.000 habitantes por kilómetro cuadrado, registra ocho veces menos muertes, con 3,3 por cada 100.000 habitantes, contra 25 de Tucumán, antes de la pandemia.

La lista de deudas urbanas en esta provincia es interminable y por casi todos conocidas. Lo que no son tan conocidos son los nombres de los responsables de estos “urbicidios” que, de nuevo, pertenecen al sector público, al privado, y a una ciudadanía explícita, negligente, egoísta y con una preocupante carencia de educación cívica.

La búsqueda por mejorar el bienestar y la calidad de vida de los ciudadanos es milenaria y ya deberíamos haber aprendido al menos algo. Ya hace más de 2.300 años Aristóteles nos enseñaba: “La ciudad surgió por causas de las necesidades de la vida, pero ahora existe para vivir bien”.

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