Cristina Reina, de Sófocles

Para LA GACETA

“Prohíbo que en este país, del que yo poseo el poder y el trono, alguien acoja y dirija la palabra a este hombre, quienquiera que sea (…). Mando que todos le expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros”. Diálogo de Edipo en “Edipo rey”, de Sófocles.

Edipo es muchas tragedias en una. La obra que Sófocles escribió hacia el 400 antes de Cristo anuda la historia de un gobernante que enfrenta una crisis sin saber que él es la causa. Y se desenlaza en un hombre condenado mediante la ley que él, personalmente, dictó. El autor, cronológicamente, no podría haber sido argentino. Tal vez sea Tebas la que quede aquí.

La tragedia aparece siempre duplicada en el caso del desdichado personaje. Edipo no sólo es un hombre que no podrá escapar de su destino, sino que él mismo encarna, a la vez, el destino del que no podrá escapar su padre: el rey Layo. El oráculo le ha dicho al monarca que está condenado a morir a manos del hijo. Este es el castigo de los dioses por su infame delito: secuestrar y violar a Crisipo (hijo del rey Pélope), quien, avergonzado, se ha quitado la vida.

Frente a la profecía, el monarca decide matar al hijo que ha concebido con Yocasta, así que manda a un sirviente que lo abandone en el monte. Antes, perfora los tobillos del niño para atarle los pies. Edipo es trágico desde su nombre: significa “pie hinchado”. Pero el servidor del rey decidirá incumplir la oprobiosa orden y entregará al mortificado pequeño a unos pastores. Edipo crecerá ignorando su verdad. Un día, en un camino, se cruzará con Layo. Se enfrentarán. Y el joven matará al viejo, sin saber que era un rey. Mucho menos, que era su padre. Luego arriba a Tebas, lo hacen rey, lo casan con Yocasta, y feroces plagas se abaten sobre la ciudad.

Una multitud se moviliza para pedirle al rey un remedio contra los males. Edipo consultará al oráculo de Delfos: la muerte de Layo, el anterior monarca, no ha sido vengada y la sangre derramada amenaza toda vida en Tebas, es la respuesta. La reacción: Edipo pide a su pueblo que lo ayude a hallar al criminal y, en ese mismo acto, determina cuál será el castigo: el exilio.

Frente a la imposibilidad del gobernante de advertir lo evidente, será el ciego Tiresias, un vidente que es un no vidente, quien revelará que Edipo es el delincuente que Edipo está buscando. El rey primero ve allí una conspiración, pero luego lo acepta. Yocasta, frente a la aberrante verdad de ser la esposa de su hijo, se quita la vida. Su esposo, que era padre y hermano de su propia descendencia, se arranca los ojos. Y marcha al exilio. La tragedia de está consumada. Todas las profecías se han cumplido. Y Edipo ha sido condenado por su propia ley.

En la obra de Sófocles, los reyes no pueden escapar del castigo contra sus crímenes. El gobernante luce incapaz de notar lo que hasta un ciego puede ver. Ante las necesidades del pueblo, el poderoso sólo promete castigos desenfrenados contra enemigos imaginarios. Finalmente, su ley es su condena. Parece el escenario de esta semana en que Cristina Fernández de Kirchner fue condenada por defraudación al Estado, con una pena de seis años e inhabilitación perpetua perpetuidad para ejercer cargos públicos. Pero no es cualquier semejanza. Es la tragedia del kirchnerismo, que se queda sin candidata. Y sin discurso.

En su ceguera

Conocido el fallo por corrupción en primera instancia (en el Estado Constitucional de Derecho, la presidenta del Senado goza de la presunción de inocencia hasta que la sentencia quede firme), se dispararon en la escena pública los mecanismos típicos de una tragedia de Sófocles.

Las reacciones “K” son contra un enemigo inasible: el “lawfare”. Una suerte de organización criminal que busca ultimar a los gobiernos que defienden la democracia. Esa “guerra judicial” contra los gobiernos del pueblo es librada por la Justicia, el periodismo y la oposición.

Es decir: los males del pueblo argentino son, en el relato “K”, los gobiernos que no han sido verdaderamente democráticos, porque han servido a intereses foráneos en lugar de atender las demandas de los argentinos. E identifica como “traidores” de la voluntad popular a tres elementos consagrados por la república: una Justicia libre para contrapesar al poder político; una oposición real, que brinde su propia versión acerca de cómo el oficialismo administra la cosa pública; y una prensa libre para dar a conocer todas las posturas.

Esa Justicia libre le dio a la líder del oficialismo un proceso con todas las garantías procesales. La denuncia se remonta a 2008, durante el segundo kirchnerismo; y la sentencia llega ahora, durante el cuarto kirchnerismo. Los tres jueces que dictaron sentencia, y el fiscal principal de la acusación, fueron designados durante gestiones “K”.

El kirchnerismo, sin embargo, no advierte que si el problema argentino es una democracia de baja intensidad, no revertirá ese “mal” con menos república. Menos república nunca redundará en más democracia. Más democracia no se logra con menos calidad institucional.

¿Qué atenta contra la democracia? La corrupción. A un nivel que la Constitución de la Nación prácticamente equipara con la interrupción de gobiernos surgidos de la voluntad popular.

En su ley

Dice el artículo 36 de la Carta Magna nacional que los autores de “actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático” serán pasibles de la pena que cabe a los “infames traidores a la Patria”. Y consigna: “Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinan para ocupar cargos o empleos públicos”.

Quienes perpetran actos de corrupción atentan contra la democracia. Lo que lesiona el régimen democrático no son los gobiernos con ideologías más liberales, socialistas o conservadoras, sino la corrupción cometida por cualquier gobierno, sin importar sus ideas.

Las pruebas en el juicio “Vialidad” exponen que el patrimonio de Lázaro Báez creció 12.000% entre 2003 y 2015; y el de Austral Construcciones, el 46.000%. En ese lapso le otorgaron el 80% de los trabajos viales para Santa Cruz. De las 51 obras, 39 recibieron prórrogas por 700 meses (o 63 años). Y más de $ 1.500 millones en redeterminaciones de precios. Pese a ello, 24 fueron abandonadas. El daño al Estado, según la Justicia, supera los 1.000 millones de dólares.

A eso ya no lo dice la prensa, ni lo denuncia la oposición: es una sentencia la que lo afirma. Sin embargo, los “K” tampoco ven lo evidente cuando esa Justicia (con sus ojos vendados que no ven, como los de Tiresias) expone lo obvio. La líder del kirchnerismo acaba de ser encontrada, en primera instancia, culpable de actos de corrupción (al igual que decenas de funcionarios kirchneristas procesados, condenados e inclusive encarcelados) y los “K” asumen que hay una conspiración. Y convocan a movilizaciones y claman un castigo contra los que dañan la democracia, cuando muchos de los responsables del daño no están “afuera”...

Para mayor tragedia, la norma constitucional según la cual los que cometen actos de corrupción atentan contra la democracia es obra de Cristina Fernández de Kirchner.

En su profecía

El artículo 36 no forma parte de la Constitución originaria de 1853/1860. Por el contrario, inaugura el capítulo segundo de la Ley Fundamental, con los nuevos derechos y garantías incorporados por la reforma constitucional de 1994. La democracia argentina transitaba en ese momento su primera década ininterrumpida. La memoria sobre el horror de las dictaduras estaba muy viva. No sólo había que enaltecer el valor de la democracia en la Constitución (la palabra “democracia” no figuraba en el texto histórico), sino que había que detestar todo acto en su contra. En ese contexto fue propiciado este artículo, que aborrece los golpes de Estado y la corrupción. La Vicepresidenta integró la Convención Constituyente que lo redactó.

Léase: la norma que dictó Cristina para defender a la democracia de sus enemigos es la que ahora interpela y pone en crisis su relato de defensora de la democracia.

El kirchnerismo, a la luz de su propia ley, se ha quedado sin discurso. Durante décadas deleznó el reclamo de más constitucionalismo, más república y más calidad institucional. Descalificó esas demandas como “discursos de derecha” y proclamó la necesaria primacía de una democracia plebiscitaria: si tenían los votos, podían hacer cuanto quisieran. No había lugar para disidencias. Los que no estaban de acuerdo tenían una sola alternativa: “armen un partido y ganen elecciones”, dijo Cristina en 2011. Cualquier reproche era cosa de “golpistas”. De “gorilas”. De “destituyentes”. Los únicos defensores de la democracia eran los “K”.

La sentencia de esta semana, a la luz de la norma constitucional avalada por la propia “jefa” del proyecto en 1994, no sólo desdice ese discurso: lo desautoriza. Más aún: lo aniquila. Dice la Justicia que no estaban defendiendo a la democracia, sino que estaban atentando contra ella.

La reacción inmediata de la presidenta del Senado no fue menos trágica. Como si diera cumplimiento a la pena de la norma constitucional que ella misma dictó, anunció que no será candidata a ningún cargo electivo el año que viene. Hasta que no haya sentencia firme, Cristina no está inhabilitada para ejercer cargos públicos. Sin embargo, como Edipo marchando al exilio, ella misma se auto-inhabilitó para disputar poltronas ejecutivas o parlamentarias.

La titular del Senado, desde esta semana, es la primera persona condenada por defraudación al Estado mientras se encuentra en ejercicio de la Vicepresidencia de la Argentina. Es un hecho sin precedentes. Finalmente, Cristina, que clamaba ser juzgada por la Historia, ingresa a la Historia en condición de condenada. Todas las profecías han sido cumplidas.

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