Filosofía y vuvuzela

Estimados lectores: El filósofo de esta columna me ha pedido que les comunique que se suspenderá durante el cotejo internacional de Balompié que tendrá lugar en la joven nación de Qatar. Tengo el honor de explicar dos razones concurrentes para este paréntesis.

En primer lugar, cierta incompatibilidad entre el certamen y su idea de la filosofía. En ese aspecto me pidió que les cite a Borges en lo que respecta a su famosa frase “el mundial será una calamidad que por suerte pasará”.

Los Mayas, me pide también que les recuerde, tenían una idea sagrada del juego. El tiempo del juego era un tiempo diferente del cotidiano. El juego de pelota era parte de su religión, no su objeto de culto, ni sus dioses los jugadores; al contrario, se ofrecía la vida de los vencedores al altar de verdaderos dioses. “Ahí lo quiero ver a Messi cantar un gol, al arquero Dibu Martínez pavoneando obscenidades en los penales para lograr el triunfo”. A la vez me señaló que no debíamos dejar de lado las reflexiones del filósofo tucumano Samuel Schkolnik, que con ironía punzante criticaba a los tucumanos y su afición a jugar a la pelota. Resulta que las demás culturas ven al juego como una preparación para la vida adulta. Pero los de esta provincia no sueltan el balón en ninguna etapa de su vida: baby fútbol, papi fútbol, mami fútbol. Me ha pedido que les haga reflexionar sobre el futuro de nuestros hijos si hay más canchas de fútbol que iglesias, bibliotecas, plazas y autos en el corralón municipal, sumados todos. Se abre, según el columnista, un tiempo en el que el futuro es un asunto que queda a los pocos días y el destino cosa de pollas familiares sobre resultados. La razón se va a incrustar en ese rectángulo de césped, tal como lo están los hombres que juegan en su porción muy definida del campo. Igual que los peores esclavos de la antigua Grecia, los jugadores se intercambian entre civilizaciones atados a ese lugar en el terreno. Al contrario de aquellos, dominan el mundo desde su posición.

El segundo motivo del paréntesis de esta columna es paradójico. Una muestra de su compromiso con la verdad. Durante una tertulia con su par de Lógica, el columnista advirtió que cierta tapita de la cerveza lo designaba ganador de un viaje al mundial de Qatar, todo incluido. Pronto fue aclarada la disputa con el lógico “leguleyo y formalista”, así como la contienda con los otros comensales oportunistas.

Asi es: en este momento el columnista se encuentra rumbo al ojo de la tormenta, al corazón del volcán, para ver en carne propia el “circo de lo humano”. Debe de sentir aquello que supo mostrar Elliot Silverstein en la película “Un hombre llamado Caballo”, que se fue a vivir con los Sioux para entender su cultura. Ayer lo despedimos en el Benjamín Matienzo. El hombre no había dudado en mimetizarse con la masa: apareció convertido en un arlequín celeste y blanco. Estaba agitado, me confesó pronto que para el proyecto antropológico estuvo día y noche practicando la vuvuzela. De ahí que muchos vecinos suyos se encontraban para despedirlo con auténtica emoción. En una muestra de observación participante, de su curiosidad sociológica de conocer las raíces del lazo social que ata a los hombres a través de este deporte, levantó el olifante de plástico del que salio un trueno que hizo vibrar al aeropuerto y emocionar a toda la concurrencia, a la que arengo con un oléoléolé al que se prendieron todos. Quien no lo conozca podría haber pensado que se fue llorando de emoción, abrazado al resto del pasaje, gritando “¡vamos Argentina, carajo!”.

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