La memoria del hambre

Una vez conocimos a un hombre que pasó hambre. Con profundas cicatrices en su cerebro, en su piel y en su alma. Antes había sido un niño que pasó hambre.

Criado en un hogar donde la sala más importante de la casa tenía un contrapiso de cemento. Con cortinas de plástico como puertas a las dos únicas habitaciones, donde dormían nueve personas.

No existía el desayuno en esa familia. El almuerzo o la merienda podrían ocurrir en la escuela, a veces, y casi nunca los fines de semana.

La cena, un misterio. Hasta hace un par de décadas, en situaciones de pobreza se cenaba mate cocido con pan. Hoy, un paquete de fideos cuesta la mitad que un kilo de yerba. Exceso de harinas que empujan a los más vulnerables hacia una inevitable obesidad.

Muy lejos de aquella diatriba de Raúl Alfonsín, cuando desde un escenario en Chos Malal, Neuquén, el 4 de agosto de 1987 inmortalizó la frase “a vos no te va tan mal gordito, ¿no?”.

Fue en respuesta al dirigente de ATE, Sergio Valenzuela, quien había interrumpido el discurso del presidente gritando “¡tenemos hambre!”.

Valenzuela murió de Covid en agosto de 2020.

Es probable que Victoria Donda hubiera denunciado en aquel entonces a Alfonsín por “obesofóbico”, o por discriminación, o por amenazar veladamente a un sindicalista.

Hoy sabemos que la gordura no es sinónimo de buena alimentación, sino todo lo contrario.

Este hombre que conocimos hace unos años, el que pasó hambre, un día empezó a progresar. Antes de terminar el secundario comenzó a aprender un oficio.

Después de varias experiencias laborales calificó para una empresa importante de Tucumán. Un par de años después para otra empresa líder de Buenos Aires.

Nunca faltaba a los copetines, ágapes, celebraciones de fin de año, reuniones de trabajo con almuerzo, desayuno o cena.

Siempre nos llamaba la atención la forma en que comía, además de mucho, con voracidad. Comía más que el más angurriento de la fiesta, que el más gordito, diría Alfonsín.

Asaltaba los platitos de sushi, los sanguchitos de cerdo mechado, los canapés de salmón, o las empanadas, según el nivel de la reunión. Bailaban los mozos y mozas a su alrededor con bandejas repletas de champaña, vinos rojos y blancos o algunas sodas… Pero él siempre pedía: “Maestro, prefiero una Coca o una Pepsi”.

Huellas de la niñez

Cuando niño, mi madre me había enseñado lo que era “la memoria del hambre”, y casi sin querer me heredó lo que hoy considero uno de los valores más óseos de la vida.

Había un amiguito con el que nos frecuentamos poco más de un año. Luego nunca más supe de él. Vivía en una casa muy humilde, a unas cuadras de la mía.

Éramos de jugar a la pelota en la calle, en los jardines del Teatro San Martín, de la ex Legislatura, del Hotel Savoy o en la placita Viola, eliminada hace más de una década por Alperovich y Manzur para construir el nuevo edificio de la Cámara.

En esa época se podía cruzar desde calle España hasta avenida Sarmiento por las caminerías y los jardines, sin muros ni cercas.

Incluso podíamos espiar los shows del cabaret del Casino. Estaba en el subsuelo del Savoy, pero los extractores, ubicados en lo más alto del cabaret, hacia el exterior quedaban a la altura del suelo. Si nos tirábamos al césped podíamos ver los espectáculos entre las aspas de los ventiladores.

Allí vimos las primeras mujeres en toples y aprendimos lo que eran los “concheros”.

Por esos ventiladores salía un aire enrarecido, mezcla de humo de cigarrillos, alcohol y perfumes penetrantes.

Este amiguito salía de la escuela y corría hacia mi casa. Pasaba muchas horas con nosotros y, según el día, compartíamos desayunos, almuerzos, meriendas o cenas.

Si comíamos una milanesa, el comía cuatro. Si bastaba un plato de ravioles para saciarnos, él necesitaba tres. Siempre repetía los postres, el café con leche o el chocolate. Cuando había pizza, era el único que podía liquidar una entera.

Un día mi madre me explicó que cuando una persona pasa hambre no se olvida nunca más en la vida. Que el cuerpo y la mente tienen una especie de memoria de supervivencia que dura para siempre. No sólo con el hambre, también con el frío, con las alimañas o con distintos tipos de miedos y carencias.

Me dijo que ese chico que alguna vez sufrió el hambre, aún cuando en adulto esté en una buena posición económica, seguirá comiendo con voracidad, con pánico a que se acabe, desde la memoria del hambre.

Los nuevos ricos

Este aprendizaje de la vida nos ayudó a entender varios fenómenos de la política tercermundista. Paradojas que resultan incomprensibles si no se las analiza dentro del contexto de sociedades con profundas privaciones.

Sin esta vara es imposible comprender que en Europa haya altos funcionarios, incluso presidentes o primeros ministros, que utilizan el transporte público para moverse, van a trabajar en bicicleta, caminando, o en su auto particular, sin choferes.

No vayamos tan lejos, o como cuando Cristina Fernández se hacía llevar los diarios de Buenos Aires a su casa en El Calafate en los aviones presidenciales, o para trasladar muebles y hasta manteles y vajillas a sus cuatro hoteles en la Patagonia. Se sabe que es una mujer que creció en un entorno de grandes carencias.

O como cuando el hoy jefe de Gabinete, Juan Manzur, utiliza el avión sanitario de la provincia para sus viajes, en vez de hacerlo en aviones de línea, o para llevar y traer funcionarios a actos políticos.

No tan lejos. En Tucumán hay delegados comunales que tienen choferes para conducir lujosas camionetas. Y ministros, legisladores, intendentes, concejales…

La política es, para muchos, un trampolín para saltar de la pobreza a la opulencia y el lujo.

Y aunque no provengan de lo más bajo, son parte de una sociedad atravesada culturalmente por la memoria del hambre.

Un maestro de periodistas solía decir que los políticos son como los jugadores de fútbol, cuando llegan, lo primero que hacen es comprar una 4x4 y buscarse una rubia.

Un fenómeno que no es exclusivo de la clase política o del deporte, sectores donde es común observar el perfil del “nuevo rico”.

Otra enseñanza de mi madre fue que la gente rica y educada, la verdadera gente rica, esa que lleva varias generaciones criada en la abundancia, es sumamente sencilla. Por varias razones, desde la buena educación, con humildad y altruismo, hasta por cuestiones de seguridad, son personas que están en las antípodas de la ostentación.

Diferente del millonario repentino, o del millonario sin educación, quien como el político o el deportista, lo primero que hace es comprar una mansión, cinco autos y una casa de veraneo. Es consecuencia de la memoria del hambre.

Así se explica que simples concejales, delegados o intendentes del interior vivan en Barrio Norte o en lujosos countries de Yerba Buena.

Tema aparte: ¿no debería un funcionario público estar obligado a residir en la ciudad que administra?

Resulta contradictorio que un intendente de Lules o un concejal de Banda del Río Salí vivan sobre la avenida Aconquija.

De Borges a Manzur

“El lujo me parece una vulgaridad”, dijo Jorge Luis Borges durante una entrevista con Mario Vargas Llosa, en 1981. Una definición que Borges quizás tomó de su amigo Adolfo Bioy Casares, quien escribió en “Clave para un amor” (1954), “en todo lujo palpita un íntimo soplo de vulgaridad”.

Frase que popularizó el Indio Solari en la canción “Un poco de amor francés”. Allí escribió: “El lujo es vulgaridad, dijo, y me conquistó. De esa miel no comen las hormigas”.

Hormigas voraces que se desesperan por el lujo y el poder. Porque no hay vocación de servicio en un funcionario que se enriquece con la política. Es apenas una hormiga hambrienta atrapada en una mansión de mal gusto.

La memoria del hambre provoca que en Tucumán haya cien candidatos para cada cargo. ¿Tanta gente afligida por arreglar este desastre?

Cuanto peor está la provincia más personas se postulan para encontrar una solución. Muy raro. Todos quieren timonear el Titanic, se empujan para conducir el naufragio. Y sonríen en los afiches, algo que jamás vamos a entender.

Hay quienes apenas asumieron en 2019 ya estaban armando la próxima campaña. Lo mismo en 2021. La política es una empresa cooptada por gente hambrienta, gente que sólo piensa en comer, no en dar de comer.

¿Será la memoria del hambre lo que obsesiona a Manzur a seguir comandando este prolongado fracaso?

Sólo en ese contexto, el de las profundas cicatrices que dejan estas carencias culturales, se puede entender que haya gente que luego de 20 años de aplazos pretenda seguir dictando clases. Es evidente que los intereses y las ambiciones son otras, muy lejanas de las necesidades de la sociedad. Son las memorias del hambre que se están masticando al Estado.

Como escribió el lúcido escritor y humorista estadounidense Mark Twain, cuyo nombre real era Samuel Langhorne Clemens: “Si tomas a un perro hambriento y le das comida, nunca te morderá. Esta es la principal diferencia entre un perro y el hombre”.

Y aquí se equivocó mi madre. Una cosa es la darwinista memoria del hambre, y otra muy distinta es que los hombres pronto olvidamos quién nos dio de comer.

Comentarios