Diapositivas desde el jardín: ¡Ridículo!

Diapositivas desde el jardín: ¡Ridículo!

Todos hemos sentido el ridículo de tropezar y caer. No me refiero a accidentes graves, sino a esos episodios donde la herida sustancial es de orden anímico. Uno intenta restaurar con prontitud la compostura -que coincide con la postura erguida- y seguir como si nada. Esta conducta podría pensarse como una suerte de bacheo de la autoestima y funciona tan mal como el de las calles. En esta tarea de recomponer la escena, se suele apisonar la situación con excusas. La filosofía es una de ellas.

La filosofía puede leerse como una extensa operación de bacheo del ridículo: es que, ni bien nacido, el pensamiento especulativo occidental casi se mata de un porrazo. La historia es conocida: el considerado primer filósofo, Tales de Mileto, cayó a un pozo por andar mirando el cielo, y una muchacha de Tracia, joven esclava que contemplaba la escena, se permitió una carcajada que todavía se escucha.

En uno de sus diálogos, Platón narra la escena: “es lo mismo que se cuenta de Tales, Teodoro. Este, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía delante y a sus pies”.

Hans Blumenberg hizo un libro clásico, extraordinario, a partir de esa risa. La considera un comienzo de la idea misma de teoría (hay un parentesco enorme entre “teoría” con “visión”, en el griego antiguo). La filósofa gallega Saleta de Salvador Agra sostiene que no se ha dado la importancia suficiente al hecho de que sea una risa de mujer y que se establezcan allí también varias dicotomías de desprecio de las que no debiéramos estar orgullosos. Es una escena donde se distingue entre una actitud seria, masculina y ciudadana con respecto a la risa de una esclava extranjera. Muestra esto al menos la fecundidad del golpe.

Mircea Eliade es quizás el hito más glorioso en la justificación de caídas y torpezas, al escribir un -por cierto muy bello- ensayo llamado invitación al ridículo:

“Hay otro aspecto del ridículo y ese es el que me interesa: la disponibilidad, la vida eterna, la fecundidad eterna de un acto, de un pensamiento o de una actitud ridícula. El ridículo nos enseña siempre: cada uno lo puede asimilar e interpretar a su manera, se es libre de sacar de ello que se quiera y de hacer con él todo lo que uno desee… Evitar el ridículo significa rechazar la única posibilidad de inmortalidad. El único contacto directo con la eternidad. Un libro que no sea ridículo, o una idea unánimemente aplaudida de entrada, ha renunciado, por el hecho mismo de su éxito, a toda potencialidad, a toda posibilidad de ser retomado y continuado”.

Mi experiencia fructífera con el ridículo fue una vuelta de tuerca de la caída de Tales. La casa de mis suegros es parte de la arquitectura de Sacriste: amplia, cálida, funcional y llena de escaleras. Los habitantes las conocían de memoria, era sorprendente verlos manejarse con destreza en esa especie de árbol cuadrado de cinco pisos. Se adivinaba en ellos la misma relación natural con su ambiente de los monos que cuelgan y saltan por los manglares Dicho brevemente, ideal para que un torpe festejante se caiga. En una de mis primeras incursiones formales a la casa, enganché el pie en el último peldaño y quedé en el aire para luego aplaudir el parquet del piso con toda mi humanidad. Desde luego, en menos de un segundo estaba parado como si nada. La joven Tracia del caso era la Griselda, mucama de años. Comencé a duras penas a parchar mi dignidad: empecé a contarle de Tales de Mileto, esto de que la filosofía empieza con caídas, pero ella me puso la mano en el hombro y dijo algo brillante, que pone patas para arriba la escena fundacional de la teoría occidental:

- Sobesé tranquilo joven.

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