Los discursos pueden ir o venir. Incluso los principales actores pueden aparecer o morir. Pero la historia inexorablemente parece ser la misma. Sea quien fuere el que llegue a sentarse en el sillón de Lucas Córdoba debe abrazar códigos del peronismo y termina haciendo que la provincia se rinda a los pies del gobierno nacional de turno. No pueden buscar la independencia ni la autonomía. Se conforman con buscar que les llegue la mayor cantidad de plata desde Buenos Aires. Esa es la política que se elige. Esa es la historia desde el 83 a la fecha, sean gobernadores peronistas, radicales (como José Alperovich) o de otra posición como Antonio Bussi.
La oposición que hoy usa la camiseta de Juntos por el Cambio (con radicales y Creo adentro) sólo llegó al despacho del gobernador de visita y en actitud mendicante. Esa oposición parece predestinada a esa realidad. Al igual que a los oficialismo que no les interesa pasar a la historia por un cambio o una transformación, estos opositores describen o se enorgullecen de su impotencia o sólo tienen el mísero interés de apoyar la ñata contra el vidrio y mirarlo todo desde afuera.
En diciembre de 2021 la oposición (esa palabra los unía) tomó envión después de ver que un 40% de los tucumanos los respaldaba. Era el combustible suficiente para poner el auto en marcha hacia la ilusión de gobernar la provincia. Varios dirigentes (especialmente del empobrecido Pro provincial, valga la cacofonía) se sintieron intérpretes del mensaje de las urnas. Unos se consideraron los elegidos para representar la nueva política, pero nunca se dieron cuenta de que tenían puestos los andrajos de la vieja. Otros se animaron a decir que la “gente” (esa extraña entelequia de la que se apoderan los políticos) necesitaba un proyecto, una idea que los representara.
Más de uno (el dirigente de Pro Mariano Malmierca fue uno de los más porfiados) se puso al hombro esta tarea. La apuesta era tener ideas, proyectos, obras y nuevos sistemas para cuando por fin se sentaran en la poltrona que simboliza el poder en Tucumán. La pregunta (entre sorprendida e incrédula) era ¿para qué tener tanto si carecen de candidatos? “Que los distintos postulantes se peleen hasta que se pongan de acuerdo, mientras tanto todos trabajaremos para tener un verdadero proyecto de gobierno algo que no tuvimos en campañas anteriores”, era la respuesta.
Entusiasmados, y mal acostumbrados, desde Buenos Aires los dirigentes que les gusta manejar todo desde allá llamaban y preguntaban ¿qué necesitan? “Ustedes no se metan”, contestaban públicamente, y al mismo tiempo en una agenda particular anotaban un encuentro y un viaje a Buenos Aires.
Mientras los opositores construían su proyecto con la misma convicción del tercer chanchito que le pone resistentes cimientos a su hogar, el oficialismo trataba de levantarse de sus cenizas y de sus contradicciones.
La historia se repite
Casi un año después, los principales dirigentes opositores generaron sólo dos tipos de hechos políticos trascendentales. Uno, cuando se reúnen entre ellos cosa que ocurre cada muerte de obispo. El otro, cuando viene un dirigente desde Buenos Aires y llaman rápido a los fotógrafos para que congelen ese momento antes de que no vuelva a ocurrir.
Les alcanzó apenas un puñado de meses para que todo fuera igual.
“Hay que terminar con la hipocresía. Después de las elecciones en la que sacamos unos 40 puntos no hay diálogo entre los principales dirigentes”, la frase con algunas imprecisiones –necesaria aclaración en estas épocas donde la prensa es responsable hasta de las armas que se manipulan- salieron de boca del dirigente radical José Cano. Esta semana mientras iba y venía de Buenos Aires a Jujuy se dio tiempo para descargar su rabia por los micrófonos de radio Q.
La palabra de un dirigente como Cano está devaluada en el interior de Juntos por el Cambio. Para más de uno está de vuelta. Sin embargo, cuando necesitan referencias o contactos tanto en Buenos Aires como en el interior de la provincia termina siendo alguien de consulta. Cano y Silvia Elías de Pérez forjaron vínculos y entretejieron redes de trabajo durante sus casi tres lustros en los ámbitos nacionales y provinciales. Logros y méritos que la nueva política de la oposición consideran vetustos e innecesarios para llegar al poder.
“Querer ser un gobernador, es querer tener un proyecto de gobierno. En Tucumán estamos sumidos en que tener el poder es hacer lo que se quiere. No hemos avanzado, hemos retrocedido”, manifestó el ex diputado y ex senador.
Hoy, en política, las palabras no tienen importancia. No se las lleva el viento porque quedan enredadas en las redes, pero entran por un oído y salen por el otro como si nada hubiera pasado. Uno de los grandes logros de los hombres públicos del presente es que son capaces de decir una cosa hoy y exactamente lo contrario, mañana. Tanto es así que una sociedad puede convertir a gente así en Presidente de la Nación o de la Corte. Y, no pasa nada.
Por eso es posible que las advertencias que hizo esta semana Cano no sirvan absolutamente para nada. La preocupación central de la oposición es encontrar candidatos para cubrir los espacios en el interior. Aquel viejo sueño de tener un proyecto ha trocado en tener un candidato. Por eso Creo trabaja para encontrar el postulante a intendente o delegado comunal de tal o cual localidad, y Roberto Sánchez y su copiloto Mariano Campero porfían por lo mismo y Germán Alfaro y sus adláteres del Pro transitan la misma ruta.
Pareciera que inexorablemente el destino sabe muy bien que los oficialismos trabajan para retener el poder y seguir siendo dependientes de los reyes de Buenos Aires. Y, también, tiene claro que las oposiciones sólo saben trabajar para generar candidatos con poca vocación de poder y sin proyectos. En el fondo, pareciera que todos son parte de lo mismo porque los cambios y las mejoras se ven en las otras provincias, mientras en Tucumán todo es muy parecido al pasado como si el tiempo fuera más lento que en otros lados.
Pokemones y culpables
No hace muchos años grandes y chicos andaban con su celular en la mano cazando Pokemones. La vida parecía más liviana con esa actividad. De pronto aparecían en el celular y había que atraparlos. Hoy, muchos años después el juego que “mejor juegan y más les gusta” –diría Serrat- es el de encontrar culpables. En eso andan ciudadanos de a pie y encumbrados dirigentes.
La proximidad electoral obnubila la mente de los responsables de conducir el país. La desesperada búsqueda de culpables ha sido tan burda e inexplicable que no ha servido para nada. Las encuestas que controlan la fiebre social han demostrado que nada ha cambiado. La imagen de los principales dirigentes no ha mejorado. La confianza en sus palabras, tampoco. Las intenciones de votos, siguen siendo las mismas que antes del intento de magnicidio. La grieta es tan profunda que no hay con qué medirla, pero seguro no ha levantado su piso.
Entonces, milagrosamente, ante tanto fracaso ha aparecido la vocación de diálogo. El vértigo en el que se desenvuelven los acontecimientos es tan brutal que esta semana que ya nunca más volverá, comenzó con el discurso del odio y empieza a despedirse con la intención de diálogo.
La Argentina ha producido grandes transformaciones en su historia a partir del diálogo que no es otra cosa que la posibilidad de un encuentro aún sin saber en qué puede terminar. El encuentro encierra una predisposición y una intención de estar de acuerdo.
En el año 1981 los partidos políticos de entonces (estaban el radicalismo y el peronismo con todos sus socios menores) decidieron reunirse en plena dictadura. Había sido una idea del radical Ricardo Balbín. Tenían un objetivo central cual era ponerle coto al poder militar. Llevó el nombre de Multipartidaria aquella cruzada tenía más riesgos que ilusiones. No faltaron partidos a la cita aquel 14 de julio de 1981. El objetivo fue claro y también sincero. En 1983, apenas dos años después, Ricardo Alfonsín estaba jurando como Presidente democrático de los argentinos y hasta hoy el país puede respirar libertades en la calle, en las redes sociales y hasta aquí debajo de esta nota. En aquella convocatoria no hubo invitaciones vestidas de desafíos ni condiciones. Hubo objetivos claros.
En 2001 no sólo la moneda era un flan inestable; los presidentes también eran parte de la volatilidad. Sin embargo se juntaron no sólo los partidos políticos sino también las entidades e instituciones que comparten sus cuotas de poder. De aquellos diálogos salieron las bases para que después tanto Néstor como Cristina tuvieran una base sustentable para ejercer sus respectivos poderes.
En una madrugada de 1994 se abrió la puerta de la casa de Dante Caputo, aquel histórico canciller de principios de los 80, e ingresaron al interior del domicilio el ex presidente Raúl Alfonsín y el entonces presidente Carlos Menem. Hablaron. Se escucharon. Después hubo más reuniones y finalmente fructificó el Pacto de Olivos que llevaba intrínseco el núcleo de coincidencias básicas que finalmente derivó en la Constitución que nos rige actualmente y que supieron construir en el mismo recinto Lilita Carrió, Cristina Kirchner, Eduardo Menem y otros actores que hoy dicen odiarse. Es esa Carta Magna la que le pone quicio a las locuras de los ambiciosos y ombliguistas dirigentes que manejan la Argentina de hoy.
Esta semana murió una mujer emblema de la democracia argentina, Magdalena Ruiz Guiñazú. Fue capaz de ayudar a la unión de los argentinos, de defender valores democráticos en los momentos más difíciles y de poner su cuerpo –y su voz y su periodismo- para conseguirlo. Las mismas personas que alguna vez la aplaudieron fueron capaces de escupirla en la misma plaza. Ella fue siempre la misma y se mantuvo incólume.
La historia reciente demuestra que sin grandes declamaciones, sin bravuconadas por tuiter y sin declaraciones vacuas en tono elevado se puede llegar al diálogo fructífero y a construir consensos por el bien común. Demuestra además que pueden hacerlo ciudadanos simples pero íntegros como Magdalena o poderosos como Menem, Balbín o Alfonsín. Sólo hace falta quererlo.








