Falsos saqueos: Tucumán y la locura viralizada

Falsos saqueos: Tucumán y la locura viralizada

Falsos saqueos: Tucumán y la locura viralizada

Volvían de trabajar. Eran cinco albañiles. Dos de ellos vivían en Los Pocitos y hacia allí se dirigían. Al llegar a la esquina de Francisco de Aguirre y Monteagudo se encontraron con un piquete de alrededor de 200 personas. Reclamaban más seguridad, ya que pocos días antes se había difundido una historia preocupante: se decía que habían intentado secuestrar a un chico. Las versiones sobre el hecho se multiplicaban de boca en boca, pero mucho más vertiginosamente a través de los grupos de Whatsapp. Al supuesto secuestro no lo había podido corroborar nadie, pero el temor ya era inmanejable. Cuando uno de los trabajadores le pidió a los manifestantes que los dejaran pasar, le respondieron con golpes, palos e insultos. Inesperadamente, los cinco hombres fueron atacados por una turba enceguecida de furor. Lograron escapar gracias a que la Policía reaccionó rápido. Si no, quién sabe cuál hubiese sido el desenlace de la historia. Esto ocurrió el 4 de noviembre de 2016, mientras Tucumán era sacudido por una campaña de informaciones falsas que sostenían que había una banda que se dedicaba a secuestrar niños, cosa que nunca pudo ser probada. Supuestamente, los delincuentes se movían en una camioneta blanca. Igual o muy parecida a la de los albañiles que terminaron apaleados por una multitud que fue incapaz de advertir el límite entre la realidad y una virtualidad que deja demasiados resquicios abiertos para la manipulación y el engaño.

Es cierto: cuesta sustraerse de este tipo de campañas de desinformación. Tocan fibras que nos movilizan. Están pensadas justamente para que no usemos (o usemos poco) la razón y para que reaccionemos a partir de los impulsos. Son peligrosas: pueden llevarnos a cometer o a justificar acciones que en otras circunstancias condenaríamos o que nos avergonzarían. Es que, en algún punto, cuando ellas nos envuelven perdemos o resignamos buena parte de nuestra individualidad y nos fundimos con una masa que se mueve a partir de sentimientos primarios: amor, odio, miedo, interés. Y las consecuencias son impredecibles: además de la paliza a los obreros de Los Pocitos, propiciaron guerras y conflictos alrededor del mundo, como vamos a ver más adelante. Y aunque los entornos digitales hoy integren hasta los rincones más insignificantes de nuestras vidas cotidianas, es claro que aún somos incapaces de lidiar con ellas.

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Todo esto viene a cuento por lo que ocurrió la semana pasada ¿A quién no le llegó algún mensaje inquietante o alguna foto confusa, posiblemente editada, que alertaba sobre incidentes en supermercados? ¿Quién no pensó un minuto aunque sea en el infierno del 2013 o -los más grandes- en el del 2001? ¿Quién no sintió el impulso -tal vez fugaz, pero impulso al fin- de compartir o reenviar esos mensajes para alertar a los amigos y familiares de lo que -según las redes- ocurría? De hecho, LA GACETA se convirtió en el receptor de los llamados de lectores preocupados que querían advertir lo que estaban viendo en las pantallas de sus teléfonos, donde todo parecía salirse de control. Pero la realidad mostraba otra cosa.

Todavía es difícil decir con precisión quiénes estuvieron detrás de esos mensajes. Sí hay indicios: sectores vinculados con la política que buscan enrarecer aún más el clima en momentos en los que la crisis económica y social se agrava día a día, y bandas de delincuentes que siempre intentan sacar algún provecho. En los despachos de Casa de Gobierno y del Ministerio de Seguridad se encendieron varias alarmas. No es para menos: en pocos minutos, estas situaciones pueden volverse inmanejables.

La velocidad con la que se viralizan los mensajes es una variable intrínseca a la lógica con la que funcionan las redes: en general, uno comparte aquello que le genera alguna emoción (sea positiva o negativa) o aquello que considera relevante para su entorno. La reacción es más emocional que racional. Es decir, si una publicación moviliza alguna fibra hay muchas posibilidades de que uno la comparta. Por eso, no está de más ser un poco desconfiado.

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Quien crea que este es un fenómeno que nació con Facebook o con Whatsapp se equivoca. La manipulación de la opinión pública para alcanzar objetivos específicos es tan antigua como la política misma. Lo que varía con el tiempo es el tamaño de las audiencias. Quizás algún memorioso aún recuerde a Nayirah, una adolescente kuwaití que en 1990 denunciaba las atrocidades cometidas por las tropas iraquíes de Saddam Hussein, que habían invadido su país. En Estados Unidos, la opinión pública estaba dividida y la mayoría se oponía a una posible intervención militar. Sin embargo, después de que esta chica se presentara en el Congreso la cosa cambió. Luego se supo que su testimonio había sido preparado por una agencia de relaciones públicas en Estados Unidos vinculada a la monarquía kuwaití. Pero era tarde: la guerra finalmente había estallado.

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Volviendo a lo que sucedió la semana pasada en Tucumán, existen mecanismos que podemos activar para evitar estas trampas.

- El más efectivo es poner en duda aquellos posteos, mensajes o noticias cuyo origen es difícil de precisar. Mucho más si afirman contundentemente datos que no se pueden comprobar o que no están publicados en los medios de comunicación con alguna trayectoria que les otorgue credibilidad.

- Verificar la fecha de publicación (es frecuente que se viralicen noticias viejas).

- Como un mensaje puede ser reenviado de manera infinita, no importa si nos llega a través de algún conocido; el hecho de que no sea posible identificar su origen debería generar, como mínimo, alguna duda.

- Es preferible pensar dos veces antes de compartir un contenido. A veces, la intención puede ser buena (alertar a nuestros contactos sobre un posible hecho grave), pero si la información es falsa, el resultado es impredecible.

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“El filtro burbuja: cómo la web decide lo que leemos y lo que pensamos”, es el título de uno de los libros más conocidos del ciberactivista Eli Pariser (también desarrolla el concepto en una charla TED que acumula varios millones de visualizaciones en YouTube). Plantea, básicamente, la mecánica mediante la cual los navegadores y las redes van tomando registro de nuestros intereses para que los algoritmos actúen de acuerdo con nuestro sesgo psicológico. De eso se sirven Google, Facebook y Netflix, por ejemplo, para enviarnos publicidad y contenidos direccionados o personalizados (si queremos usar un adjetivo un poco más suave). Según Pariser, esto dificulta el acceso a la información: nos introduce en una burbuja en la que nos sentimos cómodos, pero nos aísla de datos que podrían ampliar nuestra visión del mundo. Y nos volvemos más vulnerables a las campañas de desinformación y de manipulación.

Quizás sea un buen momento para preguntarse si no son demasiado uniformes las opiniones de nuestros contactos en las redes ¿No será hora de empezar a desconfiar de la monotonía? ¿Estaremos perdiendo la oportunidad de enriquecernos con miradas u opiniones diversas? Quedar atrapado en una burbuja (aunque sea virtual) implica poner en juego la libertad. Y eso siempre será peligroso.

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